Cuento andino: EL LAGARTO 🦎

EL LAGARTO


Había un hombre sumamente rico. Tenía incontables ovejas, vacas, tierras. Se casó con una mujer hermosísima. Pero no tuvo hijos. Se había casado pensando en que necesitaba herederos para sus riquezas. “Todo lo que tengo lo dejaré a mis hijos”, había dicho.

Pero se casó y no tuvo hijos. No tuvo descendencia. Su mujer era bellísima; y todos los hombres la contemplaban; pero resultó siendo estéril. Y el hombre tampoco tuvo hijos en otras mujeres. La esposa no pudo concebir por ningún medio.

Entonces fue a la iglesia a rogar a Dios. Fueron los dos. Prendieron velas. “¡Tantísimo ganado, tantísimas tierras! ¿A quién hemos de dejarlos?”, clamaban. Lloraban a ratos; a ratos no lloraban.

Pasaron cinco años, seis años, y no tuvieron hijos. Cumplieron diez años de matrimonio, y no pudieron tener un hijo. Y como les torturaba la idea de que no tenían a quien dejar su fortuna, el hombre dijo: “Quizá debiéramos adoptar un hijo ajeno?”. Pero la mujer se opuso: “¿Cómo hemos de criar un hijo ajeno?. No será de nuestra sangre. Volvamos donde el Señor a pedirle su gracia; que me conceda su gracia, para que tengamos un hijo. Prendámosle velas en su altar”. Y así fue.

Paso el tiempo. . . A los quince años de matrimonio, la mujer concibió, y apareció en cinta. Se llenó de alegría; el marido también fue dichoso. “Allí está mi hijo. ¡He engendrado!”, diciendo, fue a dar la noticia a unos y otros. Bebió con ellos. Expresó su felicidad. Se arrodilló a los pies del Señor. ¡Ya no era un hombre estéril! Un cuerno.

Y así, en ese Estado de dicha, pasaron cinco meses, nueve meses. A los diez meses, la mujer parió. Dio a luz en su casa-hacienda, la atendieron cuatro comadronas. Entonces, entonces. . . ¡qué te diré! La mujer parió un lagarto, no un ser humano. ¡Un lagarto! Su rostro era humano; su cuerpo era de saurio, todo, hasta las uñas. Sólo la cabeza era humana. Su cuerpo era de lagarto.

“¡Nadie puede; hacer nada de nada! Resignáos. Debe ser Dios quien les ha enviado este lagarto, de tanto que le pedísteis”, dijeron las comadronas.


Y entonces, por eso, ¡así lo criaron! El asqueroso animal mamaba los pechos de la madre; y ella no le temía. ¡Era, pues, su hijo! Lo crió dentro de la casa, bajo techo; no le permitía salir. El padre lloraba y se entregó a la bebida.

Y así, del mismo modo, día a día, cumplió cinco años, y aprendió a hablar. ¡Hablaba el lagarto! Pero no podía erguirse, caminaba arrastrándose sobre la barriga. Sin embargo, su rostro era humano. Nada cambió, todo continuó igual hasta que el lagarto cumplió diez años, quince años. Aprendió a leer; sí, aprendió a leer; pero no pudo escribir con sus dedos de saurio; eso no pudo. Tenía cuatro manos, cuatro, como todo lagarto. Su rabo era largo como una reata. Y creció, todo él; la bestia se hizo recia y enorme. Maduró, maduró fuertemente. Y aparecía rojizo, verdaderamente rojo, pletórico.

Entonces, cuando cumplió dieciocho años, pidió mujer. Le dijo a su madre: “Deseo casarme”. ¿Cómo? —le preguntó ella— ¿Cómo puedes tú casarte?. “¿Y para qué tienes tantas riquezas, tantos bienes? ¡Hacedme casar! Sin duda con este fin me pedisteis. Yo no pedí venir”, dijo el lagarto.

“Es nuestro hijo. Tendremos que hacerlo casar, de algún modo. Ha de tener mujer”, dijeron los padres. Y fueron a pedir una muchacha para él. Todos sabían que el hijo de este hombre poderoso era un lagarto. Pero como era tan inmensamente rico, a causa de su opulencia, los padres de la muchacha solicitada, entregaron a su hija. “Quizás no le ocurra nada”, dijeron.

Y el matrimonio del lagarto fue espléndido. Se realizó en la casa del cura; allí dijo la misa el sacerdote; en su propia casa ofició el matrimonio. La mujer del lagarto era bellísima. Se la llevó. Sin embargo, el lagarto tuvo que ir cargado en hombros. Cantando llevaron a los novios hasta la cámara nupcial. El padrino y la madrina guiaron la comitiva. Ellos desnudaron a la novia; cerraron la puerta de la cámara nupcial y le echaron tres candados.

Era de noche. El lagarto apagó la vela y ordenó a su esposa: “¡Acuéstate!” Ella no sospechaba nada malo, era inocente. Obedeció y se acostó; se cubrió con las frazadas. Entonces el lagarto: se lanzó sobre ella y la devoró; le bebió la sangre. Luego de beber la sangre, comió todos los miembros, la carne de la esposa, hasta la última fibra. Y amaneció repleto, cubierto de sangre, el piso ensangrentado, la boca de la bestia enrojecida.

Al día siguiente, el padrino, la madrina y los padres abrieron la puerta. Llevaban jarros de ponche para los recién casados. . . Encontraron al lagarto, repleto; de la mujer no quedaban sino huesos descarnados en el suelo. “¡Qué hacer, qué hacer ahora!”, dijeron gimiendo.

Y entregaron a los padres de la joven mucho dinero, para que no se quejaran, para que no dijeran nada. El padrino, la madrina y los padres del lagarto lo arreglaron así todo.


“¿Cómo pudiste devorar a quien te dimos por esposa?”, preguntaron al lagarto. “No tiene remedio lo que no puedo remediar! ¡Tengo hambre!”, contestó.

Le trajeron otra esposa de otro pueblo. Celebraron nuevo matrimonio. Y también del mismo modo, apenas cerraron la puerta de la cámara nupcial, él ordenó a la mujer que se acostara primero; se lanzó sobre ella, le bebió la sangre y la devoró. Le bebió la sangre mordiéndola por el cuello y luego devoró las carnes, hasta la última fibra.

Y así, así le dieron muchas mujeres más. Hasta que en todos los pueblos supieron que ese lagarto devoraba a sus esposas. Y había una muchacha muy bella, que no tenía bienes de ninguna clase. Era pobrísima. Donde ella fueron, finalmente, el padre y la madre del lagarto. Fueron a pedirla. “No —dijo el padre de la joven. Sabemos muchas cosas de tu hijo. No sé lo que podría ocurrir”. “Ocurra lo que ocurra. Tengo dinero. Si algo le sucede a tu hija, daremos su precio. Te daré lo que sea”, contestó el padre. (Es que su hijo el lagarto, lo martirizaba: “¡Hazme casar, hazme casar!”, diciéndole, exigiéndole).

“Volved. Voy a hablar con mi hija”, contestaron el padre y la madre de la muchacha.

Lloraron ambos: “¡Qué hemos de hacer!”, decían. “¡Tengo tantos hijos!”, exclamó el padre, y rogó a su hija. “Quizá puedas lograr nuestra felicidad —le dijo—. Me ha ofrecido ganado, tierras, vacas, dinero. Si algo te sucede, te mandaremos contar hermosas misas, como para ti. Criaremos bien a tus hermanos menores, a tus hermanas”. La joven entristeció. “¿Qué he de hacer, qué debo hacer? ¡Mis padres son tan miserables!”, decía.

Y como el llanto no la calmaba, la joven fue a consultar con una bruja. Había en ese pueblo una señora que era bruja. “¡Ay, huérfana, es cierto, de verdad estás destinada a casarte! Aquí, en la palma de tu mano aparece claramente. . . Pero. . . no has de vivir con él, ése”, dijo la bruja “A mí también me matará, me devorará como a las otras”, contestó la muchacha. “A ti no te matará —afirmó la bruja—. Esto está en tus manos”. “¿De qué modo?”.

“Cuando os lleven a dormir, después de la boda, el lagarto te dirá: ‘Acuéstate primero¡. Tú no le obedecerás. Harás que él entre a la cama, antes que tú. Cuando se haya acostado y lo veas dentro de las frazadas, tú entrarás a la cama. Cuando ya esté dormido, te acostarás junto a él” así habló la bruja. “Bueno”, contestó la joven.

“Al momento de acostarse él —continuó la bruja—, oirás cómo se descarna el cuero y se lo saca”. “¿Es posible?”. “Es verdad. Y no te sucederá nada, afirmó la bruja. No tengas pena”.

La hermosa muchacha, predestinada, volvió muy alegre donde sus padres, y les dijo: “Qué puedo hacer, que no puedo hacer, padres míos. Me casaré, pues. Si algo me sucede,


habré pagado mi destino. ¡Qué todo se haga por vuestra fortuna!”. Los padres, al oírla, fueron muy contentos donde los padres del lagarto.

“Ha aceptado, ha aceptado nuestra hija”, anunciaron. “Los casaremos”, dijeron los otros.

El inmundo lagarto empezó a dar saltos, grandes saltos de felicidad. Trepó después a la cama; y se estiró allí; quedó como empozado sobre las frazadas. Esa era su vida. No caminaba en el suelo sino raras veces.

Y así. ¡Se celebraron las bodas! Y nuevamente, con la solemnidad y abundancia de siempre. Arpas y violines cantaban en todas partes de la casa. Levantaron una ramada, esta vez para el matrimonio del asqueroso lagarto. El permaneció adormilado sobre una banca mientras se realizaba la ceremonia. Su rostro era humano, sus ojos grises.

Y llevaron a dormir a los novios. El padrino y la madrina guiaron a la comitiva que marchó, mientras cantaban harawis. Cerraron la puerta de la cámara nupcial; le echaron candados.

El lagarto apagó la vela. “La apagaremos”, dijo. Luego ordenó a su esposa: “¡Acuéstate!”. “No —contestó la joven. Acuéstate tú primero”. “Tu has de acostarte”, insistía el animal. “No me acostaré sino después que tú. Yo no he de irme. ¿A dónde he de irme?” “¡Acuéstate!, volvió a ordenar el lagarto. “No lo haré. No me acostaré”, contestó firmemente la muchacha.

Entonces... el lagarto se acostó. Ya dentro de la cama de pronto, qall.qaaash! se sintió el ruido que hacía al descarnarse el cuero. Empezó a desollarse. Y la mujer sintió miedo.

“Algo, algo está haciendo”, pensó. Y, ya perturbada, se olvidó de la recomendación final de la bruja. “Acuéstate”, le llamaba el lagarto. Había concluido de desollarse, y la llamaba. “¿Cómo he de echarme junto a él si he oído ese ruido? Es un lagarto; me va a devorar”, decía la muchacha.

Y encendiendo una vela, acercó la llama al lagarto. Esta convenido que ni debía mirarlo. La bruja le había dicho: “No has de mirarlo”; le había advertido claramente: “No has de mirarlo. Cuidado con encender una vela delante de él”. Y ella se olvidó. El espanto de ser devorada por el lagarto oscureció su memoria.

Delante de la llama no apareció el lagarto sino un joven hermosísimo, de cabellera roja. Entonces ella se inclinó para abrazarlo. . . lo iba a abrazar. . . Pero él se convirtió en viento. “¡Uúúú. . . úúú!”, silbando, desapareció por entre las maderas del techo. La joven


se quedó muy sola. Y desde entonces fue considerada por sus suegros como una verdadera nuera, como hija de los poderosos padres del monstruo. Pues no tuvieron más hijos, nadie en la casa.

Cuando despareció el lagarto, la gente del pueblo murmuraba; le decía a la madre: “Después que mueras, una serpiente mamará de uno de tus pechos y del otro un sapo. Ese será tu castigo. Pediste a Dios lo que no quiso darte. Jamás tendrás hijos”

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