Un niño sin derechos
Carlos o “Chupetín”, como lo conocen en el ambiente de la parada, el gigantesco mercado limeño, vive en donde puede.
Se fugó de su casa por los maltratos que continuamente recibía del actual compañero de su mamá y porque ella, que debía apoyarlo, guardaba silencio y no protestaba por el castigo físico que recibía su pequeño.
De esa época, Carlos no quiere ni acordarse a pesar del frío que siente en las calles cuando llega la noche y tiene que acurrucarse, junto con otros niños de la calle, en el pórtico de alguna casa en construcción, él sólo tenía siete años. Ahora tiene nueve. Dos años que es “Chupetín, el pájaro frutero ”, “el niño grande” porque solo vive, solo se defiende.
Una pasada de trapo a un auto por aquí, otra por allá. Afanes para esquivar los carros. Afanes para no sentirse mal cuando desde un último modelo alguien grita: ¡Mira ese cochino!, ¡qué asco! Y peor, esquivar las lisuras que un micro
busero abusivo grita y te lanza como un dardo lleno de veneno.
¡Qué vida! ¡Qué afán! ¡Qué desesperación!
Y el polvo y el frío o el polvo y el sol y la sed implacable. Y casi nada para llevarse a la boca, para calmar el hambre. Y nada para sentirse bien. Todo es trabajo, sustos, carreras.
Sólo en la noche, cuando junto a otros niños, se sienta en torno de una pequeña fogata encendida con toda clase de res tos, no sabe cómo ni por qué, su corazón de niño vuelve a serlo plenamente y le dan ganas de jugar y de reír.
En ese momento, no sabe ni por qué, el cansancio se aleja, se va; el hambre se calma y todos se ríen.
Y se arma un increíble partido nocturno en el que la pelota ya ni se ve y las patadas al balón parecen más bien los gestos de atrevidos karatecas.
¡Gool! ¡Gool! ¡Golazooo! Gritan todos.
Un arco que está marcado por ladrillos casi rotos ha permitido que la pelota de trapo y de papeles ingrese y la emoción de estos pequeños seres indefensos es absoluta.
Carlos, desde su puesto casi imagina rio de back central cree que hay un Dios de la alegría.
Un ser extraordinario que bien podría tener el rostro de un padre amoroso y que permite que, cada noche, cuando las pocas estrellas que logran relucir en el cielo gris limeño, brillan y guiñan a todos, la risa se escapa de un saco de plata y se instala en el rostro de cada niño de la calle y los hace sentirse felices, muy felices.
Pero todo ello es irreal.
Carlos y los otros niños saben que la realidad es cruel y que golpea.
Cansados de reír y de corretear tras la pelota que casi ya no ven, echan más desechos al fuego para lograr que éste arda y los caliente y prácticamente se amontonan a dormir.
Mañana no será otro día diferente. Será igual a éste. Estará lleno de afanes y de problemas. Y ellos, los niños de la calle, bien saben que su soledad es como un cerco y que son pocos los que intentarán romperlo para aproximarse ellos.
Y así la vida seguirá. Y un día vendrá y otro día.
Y sus vidas nadie sabe que rumbo tomarán. ¿Tú, que lees estas líneas, que harás por los niños como “Chupetín ”?