Cuento andino: TUTUPAKA LLAKTA O EL MANCEBO QUE VENCIÓ AL DIABLO 👿👺👹

TUTUPAKA LLAKTA O EL MANCEBO QUE VENCIÓ AL DIABLO


Había un joven que diariamente salía al camino a tentar fortuna en los juegos de azar. Solía apostar tanto con los viajeros que subían como con los que bajaban al pueblo. Tenía mucha suerte, ganaba siempre y de esta manera conseguía dinero en abundancia. Cierto día pasó un arriero arreando una innumerable recua de las mulas cargadas. El joven lo detuvo y le dijo:

—Juguemos una partida, señor.

—Juguemos para divertirnos —contestó el arriero.


Echaron los dados y jugaron. El joven le aventajó en un principio: ganó las mulas, las cargas e, incluso, aI propio dueño. Entonces el arriero le propuso:

—Juguemos, nuevamente.

Y jugaron una segunda rueda. Esta vez el arriero fue el ganador. Rescató las acémilas, las cargas y el dinero; el propio joven resultó finalmente empeñado. El arriero le dijo entonces:

—Joven, ahora me perteneces. Te llevaré a mi pueblo.

Este arriero era el diablo que había tomado apariencia humana. El joven ignoraba que era el propio Satanás y le contestó:

—No me es posible ir hoy mismo a tu pueblo. Te seguiré inmediatamente después.

—Tú solo no podrías llegar a mi pueblo. Son tres meses de camino. Mi ciudad se llama Tutupaka—le dijo el diablo:

—De todas maneras yo llegaré a tu pueblo —contestó el joven.

Entonces acordaron por escrito, muy claramente, que el joven tenía seis meses de plazo para llegar a ese pueblo. Y el diablo le advirtió:

“Te mandarás hacer tres pares de sandalias de fierro y un gran bordón de Llokke. Después caminarás tres meses enteros hasta llegar a mi pueblo. Seguirás el camino guiándote por las pisadas de mis mulas”.

Cuando todo estuvo convenido perfectamente, se despidieron.

El demonio, arreando sus acémilas, encaminóse hacia su pueblo. Como un inmenso cordón marchaban sus mulas en fila, corvirtiéndose el camino en polvo menudo que se levantaba como una nube a la vista del joven, quien entonces comprendió que había pactado con el propio diablo.

El joven volvió al pueblo y apenas ingresó a su hogar les dijo a sus padres: —Padre mío, madre mía, hoy día jugué con el diablo y he perdido. Hemos convenido en que llegaré a su pueblo dentro de seis meses. Solamente tres que quedan para permanecer a vuestro lado, mientras preparo mi largo viaje.

Los padres, queriendo oponerse, le dijeron:

—Es imposible que te vayas.

Pero el hijo repuso:

—De ninguna manera puedo quedarme. Debo marcharme como sea— y, enseñándoles el pacto escrito añadió: —Aquí está el compromiso escrito.

Desde ese día inició sus preparativos para el viaje. Se mandó hacer tres pares de sandalias de acero y un bordón de madera de llokke. También se mandó preparar buena


cantidad de vituallas y fiambres. El tiempo transcurrió rápidamente, cada mes pasó como si fuera un día.

Sus progenitores, hasta el último momento, se obstinaron en disuadirlo. A pesar de todo, al cumplirse el tercer mes, el joven emprendió su largo viaje. Se despidió de sus padres y empezó a caminar como si marchara hacia la muerte. Sus desconsolados padres le decían:

—No podrás salir del infierno. Ya no volverás nunca.

—Regresaré si consigo vencer al diablo. Pero si no puedo dominarlo, ya nunca volveré —les contestó el hijo al tiempo de alejarse.

Así fue como el joven anduvo y anduvo, noche y día, hacia el país lejano, siguiendo los rastros dejados por las mulas. Pasaron cerca de tres meses y apenas pudo llegar a la vista de un mar enorme, en cuyas orillas desparecían las huellas de las bestias. En las arenas de la playa se había borrado los vestigios de los cascos sin que pudiera vislumbrarse hacia dónde seguían. Los tres pares de sandalias de acero se habían gastado y hacía tres o cuatro días que el joven caminaba sin probar alimento. En vano rastreó las playas buscando las huellas de las acémilas del demonio, no encontró ni una señal en las arenas. Entonces divisó a una señora sentada con dos niñitos en la cima de un montículo próximo. Uno de los pequeñuelos era algo mayor y el otro, parvulito. La señora los distraía haciéndoles jugar cuando el viajero se acercó y, después de saludarla, le dijo:

—Señora mía, permitidme una pregunta. ¿Hacia dónde queda el pueblo de Tutupaka?

La matrona le respondió:

— ¿Con qué motivo buscas ese pueblo?

—Hice una apuesta con Satanás —dijo el joven caminante—. El plazo que me dio va a cumplirse y si no llego en el término indicado al pueblo de Tutupaka, el diablo me cargará en un carro de fuego.

—Yo no conozco el pueblo de Tutupaka. Sin embargo, se lo preguntaré a mi hijito, acaso él sepa dónde queda —dijo la señora.

Y efectivamente se lo preguntó al mayor de sus niños.

—Tampoco yo conozco ese pueblo —contestó el niño.

El hombre entonces se echó a llorar delante de la soberana quien, según cuentan, era nuestra Señora.

—Decidme, madre mía, qué debo hacer en este trance —suplicó sollozando el joven.

La señora, que no era una mujer común sino, según cuentan, la propia Virgen, le ordenó a su niño:

—Hijo mío, has resonar por los aires la trompeta. Toca a reunión. Tal vez han visto ese pueblo los que vuelan por las alturas.


Y el niño mayor sopló la trompeta; hizo resonar el instrumento para que fuera escuchado por toda la región. Entonces llegaron parvadas de pájaros, bandadas de avecillas poblaron la colina.

La soberana, después de contar todos los pájaros, preguntó a cada uno: —¿Conocéis eI pueblo de Tutupaka?

—No. No lo conocemos —respondieron las diversas avecillas.

—Entonces marchaos. Tan solo para eso fuisteis llamadas —dijo la Virgen. Y volaron los pajarillos cortando los aires.

—Hijo mío, vuelve a tocar la trompeta —le ordenó la soberana a su niño. Y el clamor de la bocina se extendió nuevamente por los espacios, al impulso del aliento del niño. En seguida llegó una multitud de gavilanes, águilas, gallinazos, cernícalos.y toda clase de aves mayores que pueblan y surcan los cielos. Sólo el cóndor dejó de venir.

También a esas aves les preguntó la señora, luego de contarlas, una por una: — ¿En dónde queda el pueblo de Tutupaka? ¿Vosotras lo conocéis? Todas las diversas aves contestaron:

—No no. Nunca lo hemos visto ni lo conocemos.

Y todas estas aves se marcharon, cuando la señora les dio permiso diciéndoles: “Idos”.

Luego, la Virgen ordenó nuevamente al niño:

—Toca la trompeta otra vez, hijo mío, toca a “llamada”. Hizo resonar el niño la voz potente del caracol sonoro, haciéndolo vibrar aún más alto. Entonces descendió el cóndor. —Tú conoces el pueblo de Tutupaka? ¿Dónde queda ese pueblo? —le preguntó al mallku la soberana.

Y el cóndor habló:

—El pueblo de Tutupaka está muy lejos. Yendo por tierra son dos meses de camino. El pueblo de Tutupaka, mi soberana, es el pueblo del demonio.

Al oír tal noticia, el hombre se echó a llorar.

— ¡Qué haré ahora, oh madre mía! —le dijo a la señora—. Ya que me encuentro en vuestra presencia, os ruego me ayudéis en alguna forma.

Entonces la matrona le preguntó al rey de los aires:

-No dudo de que conozcas ese pueblo. ¿Cuál es el camino más corto para llegar a él?

Y habló el cóndor:

—El demonio corta camino a través del mar. El mar para el es cómo si se le extendiera un puente. Por allí transita. El camino terrestre es muy largo. El océano se extiende a gran distancia. Este joven se encuentra ahora justamente a medio camino. Y la virgen le ordenó al cóndor:


—Mallku, conduce tú a este joven.

—Bien, mi soberana—dijo el cóndor.

La matrona les dio unos panes al mallku y al joven. Ambos comieron pequeños trozos y se saciaron. Luego, la señora indicó al joven:

—Este señor del espacio sabrá aconsejarte. Haz solamente cuanto te indique— y al cóndor le dijo: —Ahora, cárgalo.

El mallku se echó al joven a las espaldas y le advirtió:

—Cierra fuertemente los ojos. De ningún modo debes abrirlos. Cuando yo te diga y ordene “Mira”, entonces los abrirás.

Y así cargó al joven por los aires. Volando noche y día lo hizo cruzar el gran mar. Cortaron por el medio la inmensidad del océano. Estuvieron volando tres noches y tres días completos. Al acabar la travesía, el mallku le habló al joven:

—Abre los ojos y mira.

El joven abrió los ojos y vio que ya habían atravesado el océano. El mallku descargo al hombre, lo hizo descender en la inmensidad de una llanura sin fin. Luego le dijo: —Aquello que divisas es el pueblo de Tutupaka.

Y cuando el viajero miró hacia donde el cóndor señalaba, descubrió una población cubierta de un humo denso que temblaba en la lejanía. Todos los edificios tenían techos de zinc y reverberaban en lontananza. El mallku comenzó entonces a darle avisos e instrucciones al joven:

— No ingreses al pueblo inmediatamente. Descansa primero en este lugar. Allá reside tu contendor.

En ese instante vinieron tres niñas a bañarse en el mar. La primera vestía de amarillo, la segunda de verde y la última de color púrpura. El mallku continuó:

—Esas tres niñas que vienen son las hijas del demonio. La de vestido verde se desnudará en la orilla. Observa con mucha atención dónde deja sus ropas. Debes levantar su vestido sin que te vea, mientras se está bañando. Esconderás muy bien ese vestido verde y luego simularás no haber visto nada. Te echarás encima del vestido mirando hacia otra parte. Después de haberse bañado, ella saldrá y buscará sus ropas. Se acercará a ti y te preguntará, pero tú nada confesarás. A lo sumo podrás decirle: “No he visto ropa alguna”. Junto con su vestido estarán sus anillos y un prendedor de oro de su blusa. Sacarás ambas joyas y las enterrarás aparte. Ella volverá nuevamente a interrogarte, cuando sus hermanas se hayan ido dejándola sola. Insistirá en sus ruegos, diciéndote: “Entrégame mis ropas, dámelas por favor. Yo sé que tú las tienes”. Y repetirá apremiándote: “Devuélveme mis ropas, entrégamelas de todos


modos”. Ante sus exigencias, tú le revelarás el motivo de tu presencia en este lugar y le dirás: “Tengo un compromiso firmado con tu padre, por eso he venido. Hoy día se cumple el plazo para presentarme ante él”.

Así le instruyó el mallku. Y todavía le dio nuevos consejos, diciéndole: —Luego le devolverás sus vestidos, pero no las alhajas. “Te devuelvo tus vestidos con la condición de que en algo me ayudes cuando esté en tu casa”, vas a decirle. La niña se retirará entonces con sus prendas de vestir, diciéndote: “Pierde cuidado que yo te ayudaré en lo que pueda. Cuanto me pidieres te lo concederé”. Pero, todavía una vez más regresará. “Mis anillos estaban dentro de mis ropas y los echo de menos”, ha de decirte. Tú debes responderle: “Solamente he encontrado tu vestido, ningún anillo he visto”. Nada más debes declarar. Entonces, para que le devuelvas sus anillos, ella mencionará cierto asunto. Solamente entonces debes hablar y hace un buen convenio. También acerca de la ayuda que te prestará en su casa le hablarás en ese momento. Cuando tengas segura su promesa, le devolverás sus dos anillos. La otra joya no has de entregársela de ningún modo.

Así le instruyó puntualmente el mallku y cuando hubo terminado remontó el vuelo sobre las nubes.

El hombre permaneció en el mismo lugar, como le había dicho el cóndor. Sin perderlas de vista, miraba embelesado a las tres bellas niñas que llegaron hasta la playa, se desnudaron y, dejando sus vestidos en la orilla, penetraron poco a poco en el mar para bañarse. Se sumergieren casi hasta las profundidades del océano; luego flotaron sobre las ondas y se divirtieron jugando y nadando.

Mientras tanto, el joven, arrastrándose a gatas, ocultamente, se apoderó del vestido verde. Hizo un vulto bien disimulado y echándose encima permaneció tranquilamente, como si no hubiera hecho nada, mirando en dirección opuesta.

Las doncellas, después de haberse bañado, salieron de las aguas. Cada una fue a recoger su vestido. Dos de ellas se vistieron y la otra se echó a buscar sus ropas. Las tres niñas se dieron cuenta de que allí había un hombre. La que había perdido sus ropas se le aproximó para preguntarle:

—Señor, ¿por casualidad has recogido mis ropas? Las dejé en la orilla mientras entré a bañarme en el mar.

—No he visto ropa alguna —contestó el hombre—. Me he echado aquí tan cansado que no podría haber levantado ningún vestido.

La doncella volvió entonces al lugar donde dejara sus ropas y continuó buscándolas, pero no las pudo encontrar. Sus dos hermanas retornaron al hogar, mas ella fue nuevamente adonde yacía el joven y le dijo:

—Solamente tú, señor, puedes tener mis vestidos. Te ruego que me los devuelvas.


Te daré en cambio lo que me pidas.

El joven entonces le contestó:

—He firmado un trato con tu padre y hoy debo presentarme ante él.

Y la niña le respondió:

—Ya sé quien eres. Esta mañana mi padre decía: “Un hombre debía haber llegado hoy, pero aún no ha venido. Le aguardaré hasta el anochecer, pero si no llega iré a buscarlo en un carro de fuego”. Ese hombre debes ser tú. Yo velaré por ti en mi casa. Te daré lo que pidas. Lo único que te ruego es que me devuelvas mis vestidos.

A su vez el joven le suplicó:

—Yo también te ruego que me ayudes y favorezcas en todo lo que tu padre me ordene.

La doncella prometió concederle al joven cuanto le demandara. El joven, por su parte, le devolvió sus prendas.

Ella se retiró y se vistió. Ya vestida regresó donde el joven y le dijo: —Dentro de mis ropas tenía dos anillos y un prendedor de oro de mi blusa. Ten la bondad, señor, de entregarme esas alhajitas.

—No he visto ningún anillo. Lo único que encontré fue el vestido —dijo el joven y se cerró en no declarar nada más. La niña insistió, lo apremiaba sobremanera, le decía: —Tanto mi padre como mi madre me reconvendrán: “¿Dónde dejaste tus joyas? ¿Dónde las has extraviado? Corre a buscarlas”, me dirán. Te suplico devolvérmelas.

Pero el hombre se empecinó en negar todo:

—No he visto nada. No tengo nada.

La doncella entonces le propuso:

—Mira, me gustaría ser tu novia. Si me prometes casarte conmigo, te protegeré de todo cuando estemos en mi casa.

El mozo, alborozado, le respondió:

—¡De acuerdo!

Entonces la niña instruyó al mancebo de esta manera:

—Toma este anillo que te defenderá si algo ocurriera en mi casa. Ven ahora tras de mí y entra a la habitación en que yo entre. Luego hablarás con mi padre de esta manera: “¡Señor, cuan fatigado llego aquí! ¡Qué lejos queda vuestra casa! Pero he cumplido mi palabra y aquí estoy”. Así le hablarás. Y mi padre te dirá: “Pasad, buen señor, sentaos y cenaremos”. A la puerta principal, en un rincón, estará tendido un enorme perro guardián llamado Ninassu. Junto a él te echarás a descansar. En ese lugar te hará servir una opípara cena. Tú la recibirás, pero no debes comerla. Se la darás al perro Ninassu. Luego, mi padre te indicará: “Descansad en esta pequeña alcoba”. Tú te fijarás en un aposento chico de puerta


verde, que estará abierta. Las habitaciones de otro color estarán cerradas. A una de ellas te conducirá mi padre: “Hospedaos en esta alcoba”. “Disculpad, gran señor, allí no puedo albergarme “, le contestarás y franqueando la puerta verde te arrojarás en la cama. Sólo esa cama has de aceptar y de ningún modo probarás los potajes que te brinde. Yo me encargaré de llevarte alimentos por la noche y entonces te diré lo que conviene hacer cada día.

Así le instruye puntualmente la niña y luego ambos se separaron. La doncella tomó la delantera hacia su casa y el hombre la siguió de lejos, sin apartarse ni un punto de sus huellas. Por la misma puerta por donde ella ingresó también entró el hombre y se tendió en el suelo.

— ¡Señor, cuan rendido llego! —dijo el joven al tumbarse en el piso.

En el ángulo exterior de la mansión dormía echado un enorme perro. Casi junto al animal se tendió el joven.

—¡Oh, qué distante queda tu morada, mi señor! Pero al fin he llegado, exactamente en el día que mi citase—dijo el viajero.

El demonio, que en ese momento estaba sentado a la mesa dispuesto a comer, le contestó:

—¡Ah! No hace mucho pensaba, observando el camino: “¿Cuándo llegará ese joven?”

En seguida, le invitó, cortésmente:

—Entrad, señor. Sentaos y comeremos juntos.

—Poderoso soberano, no podré hacerlo pues estoy muy fatigado. Dejadme descansar aquí —dijo, excusándose, cortésmente el joven.

Entonces, el señor del Averno le mando llevar una cena abundante al sitio donde se había echado. Le hizo servir una gran variedad de potajes que el joven recibió con toda cortesía. Pero el joven echaba el contenido de los platos al perro guardián, quien en un instante lo devoró todo. El joven devolvió la vajilla, fingiendo haberse servido.

—Mi soberano, os doy las gracias. Que nuestro Señor retribuya vuestra generosidad —agradeció al devolver los platos.

El demonio hizo que sus criados retiraran el servicio, mientras el joven continuaba tendido en un rincón junto a la puerta y sigilosamente observaba cuál de las habitaciones estaba totalmente abierta. Así vio el aposento de puerta verde, abierto de par en par, y las demás piezas totalmente cerradas.

Satanás le señaló una de las piezas y le dijo:

—Dormid aquí, señor, y descansad.

Entonces el viajero se excusó.

—Gran soberano, disculpadme que no pueda entrar en esa alcoba cerrada. Os ruego hospedarme en este pequeño cuarto que está abierto —dijo entrando de hecho al aposento. Y se tendió a plomo sobre el pavimento.

Ante esta actitud el demonio no tuvo más que mandar una cama a la habitación escogida por el mancebo. El huésped recibió la cama, él mismo la tendió y se tumbó encima para dormir.

Por la noche, el demonio volvió a invitar al joven.

—Acompañadme, ahora. Sentémonos juntos y nos serviremos una sopa —le dijo cortésmente.

—Perdonad, mi señor. Tengo un cansancio tan atroz que no podré levantarme —se excusó el viajero.

—Está bien. Descansad y recobraos de la caminata. Ordenaré que os lleven la comida a vuestra alcoba. Empero, mañana temprano estaréis en pie para segarme una pequeña parcela. Un sirviente os conducirá.

—Esta bien, señor —contestó secamente el joven.

Esa noche, el soberano hizo que un criado le llevara al joven la comida a su alcoba. Pero él no probó nada, sino que se la dio toda al perro guardián.

A medianoche, la doncella hija del demonio ingresó a la alcoba llevando alimentos. El joven comió Io que le brindó la niña. Ella luego le preguntó:

—¿Qué te ordenó mi padre?

—Me dijo que mañana debo segar un pequeño trigal adonde me conducirá un criado.

— ¡Ah, ese trigal es inmenso! No acabarías de segarlo ni en diez años. Mi padre es un tirano que te ha ordenado esto para doblegarte. No sabemos qué otras cosas imposibles te ordenará.

—¿Y cómo podré hacer ese trabajo tan grande? —preguntó el mozo.

La niña le dijo

—A cambio de eI que tienes te daré este otro anillo, al que le dirás: “ ¡Ay, sortijita, sortijita preciada! Quisiera ver este trigal todo limpio, segado y tendido”. Dichas estas palabras, dejarás la sortija sobre el trigal. Pero antes vas a cortar un poco de trigo, a fin de que el guía te vea trabajando. Luego formarás gavillas; en seguida colocarás la hoz en actitud de estar cortando la mies. Después has de postrarte con la cara en tierra y la hoz de por sí cortará toda la mies. Sólo tus oídos estarán escuchando el ruido del alcacer cortado y nada más. Esa sortijita dirigirá la faena. Cuando ya no se escuche el sonido de la hoz, levantarás la vista y mirarás. Intencionalmente te quedarás todavía un tiempo en el trigal. Luego regresarás y en cuanto llegues a la mansión dirás: “Apenas he podido acabar la siega, gran soberano. Era enorme la extensión de tus trigales”.

Así instruyó la doncella al joven. Y cuando hubo acabado durmieron juntos esa noche.

Al rayar la aurora, la doncella se fue a su propio dormitorio.

En seguida hizo almorzar al joven como acostumbraban los peones campesinos y le alistó el fiambre. Las viandas del demonio eran inmundas, pero la niña le llevó ricas comidas aderezadas.

A la madrugada, el diablo hizo que un criado le llevara al joven el desayuno al aposento donde había dormido. El joven recibió el desayuno, pero lo echó al bacín, al tiesto de orinar. Se levantó en seguida de la cama y salió.

En ese momento el demonio hizo que le dieran una hoz y que su ordenanza lo llevara al trigal. Este ordenanza lo llevó sólo hasta la orilla de los trigales.

—Esta es la sementera —le dijo, y se marchó.

El hombre aparentó cortar el trigo, sólo para ser visto por el ordenanza, y entrecruzó las primeras gavillas.

Después, conforme a las indicaciones de la hija del demonio, colocó la hoz como si estuviera segando la mies y repitió las palabras mágicas que le enseñara: — ¡Ay, mi sortijita, sortijita preciosa! Quisiera ver este trigal tendido y segado con todo esmero.

Pronunciada la fórmula mágica, colocó el anillo sobre la gavilla recién cortada.

El trigal aparecía ante sus ojos como una extensión enorme, inacabable, que cubría lomas y quebradas. A pesar de todo, se tendió cara al suelo. De por sí, la hoz comenzó automáticamente a cortar la mies y el joven creía escuchar a una multitud trabajando. Percibía el ruido particular de la paja que se siega.

Poco tiempo duró la siega. Cuando hacía un buen rato que el sonido de las hoces se había silenciado, el joven levantó la cara y se puso a observar. Todo estaba segado con un corte parejo y hermoso. El anillo permanecía donde lo había dejado. Con cierto respeto reverente, el joven lo levantó:

“Era cierto cuanto me dijo la niña”, pensó. “De todos modos tengo que casarme con ella”.


Prosiguió cavilando un momento:

“Me quedaré aquí sin hacer nada, porque si vuelvo en seguida el soberano me diría: “¿Tan rápido has terminado?”

Así se enfrascó en sus meditaciones durante un buen rato cuando, de pronto, apareció una carta delante de él. La levantó y la leyó. La hija del demonio le enviaba un mensaje urgente. Cuando hubo terminado de leerlo, optó por quedarse en el lugar. Solamente al atardecer regresó a la casa y se presentó ante el soberano.

—Concluí, señor, la siega que me ordenaste. Era una inmensidad tu sementera y difícilmente he acabado —le dijo.

—¿Pudiste acabar? Cuidado con mentirme —dijo preocupado el señor. —Manda si quieres un emisario para que lo compruebe —repuso el joven.

—Así que. . . —dijo Satán asintiendo dubitativamente—. Mañana alistarás la era y reunirás allí la cosecha.

—Está bien, mi señor —contestó el joven.

Esa noche, cuando todos se habían retirado a dormir, la niña volvió a visitar al joven en su alcoba y le preguntó:

—¿Hiciste todo lo que te dije?

—Sí. Así lo hice —dijo el joven—. Todo lo que indicaste se realizó: el trigo quedó totalmente segado.

La niña le preguntó nuevamente:

— ¿Qué tarea te ha señalado mi padre para mañana?

—Me dijo que prepare la era y que junte allí la mies.

La niña entonces volvió a darle avisos e instrucciones:

—Toma nota, atentamente. Pedirás mañana dos sogas, pero que sean muy largas. Has de pedir eso y todo lo necesario para aventar la mies. Mi padre se opondrá, diciendo: “¿Para qué necesitas tantas cosas?” “Nosotros en nuestro pueblo no trabajamos sin estos utensilios”, vas a responderle. Sólo entonces te darán lo que hayas pedido y podrás marchar a la era, donde alistarás ese lugar para iniciar el trabajo, sin omitir nada. Cuando estén dispuestas todas las herramientas agrícolas, como para empezar la faena, dirás: “¡Ay, mi anillito! ¡Sortija preciosa! Desearía ahora que la era quede hecha, totalmente acabada”. Dichas estas palabras, te postrarás en tierra y al cabo de un rato observarás el campo. La era estará totalmente pareja, como una linda llanura. Entonces estirarás las sogas como para cargar. Sobre las sogas pondrás unas gavillas, luego dirás esto: “¡Ay, sortijital ¡Joya preciosa! Quisiera ver ahora todas las gavillas de trigo hacinadas sobre la era, en perfecto orden”. Así has de proceder —dijo finalmente la niña y se echó a dormir junto al joven.

Al día siguiente, a la madrugada, la niña le sirvió el almuerzo a su amante, según es costumbre entre los campesinos. En ese momento. Satanás comenzó a llamar desde su habitación:

—Sírvanle el desayuno a ese hombre. Tiene que irse a trabajar la era —dijo con voz enérgica.

Los criados le llevaron el desayuno al forastero, quien les pidió los instrumentos para el trabajo.

—Dadme cuanto es menester para la faena. Además necesito dos sogas, las más largas que haya —les dijo.

Los criados voIvieron donde el demonio.

—El forastero pide dos sogas, las más largas que haya —le dijeron.

—¿Para qué necesita tantas cosas? —dijo Satán.

—Ha dicho que así acostumbran trabajar en su tierra —le informaron.

Entonces Satanás ordenó a uno de sus súbditos:

— ¡Qué importa! ¡Dadle lo que pide!

Así fue como le entregaron al joven todos los utensilios agrícolas que pidió. Apenas los hubo recibido, se dirigió al trigal. Habiendo llegado a la cima donde estaba la era, comenzó a disponer las herramientas para aventar la mies y religiosamente acomodó en el suelo el anillo mágico. Se postró en tierra y pronunció el sortilegio:

—¡Ay, anillito, linda joya! Desearía en este momento que esta era aparezca toda igualita, trabajada al ras.

A los pocos instantes, cuando el joven se levantó, el campo de la era estaba maravillosamente igualado y hermoso.

El joven acomodó entonces las sogas como para liar los tercios de trigo. Y pronunció la fórmula mágica:

—¡Ay, sortijita, sortijita preciada! Quisiera en este instante que todas las gavillas de esta sementera queden hacinadas sobre la era en perfecto orden.

Luego se postró en tierra. Y sus oídos percibieron que las gavillas eran levantadas con el sonido propio de la mies que se lía, carga y traslada. A los pocos instantes, cuando se acallaron los ruidos, el hombre se levantó y con gran sorpresa pudo contemplar la mies


perfectamente hacinada en la era. Luego, con sumo respeto, recogió la joya prodigiosa.

El joven comprobó que aún era muy temprano. Entonces apreció delante de él, en la misma chacra, una misiva de la niña, cuyo texto decía: “Mi padre ha enviado ocultamente un observador. Ponte a trabajar y no te quedes sentado”.

Advertido de esta manera, el hombre hizo ademán de espigar los tallos caídos en el campo. Un comisionado había llegado a espirarlo. Pasado un buen rato, cuando el joven había recogido parte de las espigas desparramadas, el comisionado se marchó en busca de Santán y le dijo: “Ese peón está trabajando”.

También el joven regresó a la mansión de Satan. Cuando éste lo vio, le preguntó: — ¿Has terminado tu trabajo? ¿Has acabado tu tarea?

—La he acabado, señor. Aquí te devuelvo los utensilios agrícolas que me diste.

Y sin decir más, ingresó en su aposento, para echarse en su lecho. El dueño de casa ordenó que le llevaran los alimentos. El los recibió como para comerlos, pero todo se lo dio al perro Ninassu. No probó absolutamente nada. Esa noche, el demonio se acercó a su puerta y le ordenó:

—Mañana llevarás las bestias para pisar el trigo.

Con indiferencia, le contestó el joven:

—Está bien, señor.

A medianoche, cuando todos se habían acostado, la niña visitó al huésped llevándole sus alimentos. Después de haberle servido, la niña le preguntó: — ¿Qué te ha ordenado mi padre que hagas mañana? —Me ha dicho que vaya a trillar con las bestias —le dijo el joven.

A esto la niña respondió:

—Te será impasible arrear las bestias. Te matarían, pues son muy chúcaras. Tienes que pedir que lo haga mi anillito. Primero abrirás la puerta del corral de los caballos y en esa misma puerta has de decir: “¡Ay, anillito, anillito! Ahora deseo que estas bestias aparezcan en la cima de la era”. Cuando estén allí los animales, levantarás unas cuantas gavillas. Esparcirás en círculo esa porción de siega en medio de la era y dirás: “¡Anillito, anillito! Quisiera ahora que esta mies sea desparramada uniformemente y quede lista para ser trillada por los animales”. Luego dirás: “ ¡Ay, anillito, anillito! Ahora quisiera que este trigo se amontone como para ser aventado”. Y cuando el grano ya esté como un montículo, dirás:

“ ¡Anillito, anillito! En seguida quisiera que estos animales vuelvan a su corral”.

Después de que lo hubo aleccionado en esta forma, la niña y el joven se acostaron juntos.


A la madrugada, la niña le dijo al joven:

—No debes comer ni un bocado ni probar las viandas de mi padre. Mientras permanezcas en esta casa solamente yo debo servirte. Si acaso comieras el alimento de mis progenitores, mi padre te ¡dominaría.

Prevenido de esta manera, el joven le preguntó:

— ¿No sería posible que yo te visitara en tu dormitorio?

—No. Mis hermanas se darían cuenta y se lo contarían a mis padres. Nuestros padres no quieren casarnos jamás. Quieren conservarnos solteras toda la vida. Los padres de este pueblo proceden así con sus hijos. Por eso yo deseo casarme contigo. Ya llega el momento de irnos a tu pueblo y bien puedes ver cómo te cuido y te ayudo.

—Estoy de acuerdo en todo contigo. No es posible que tú, que tanto me cuidas y me atiendes, dejes de ser mi esposa.

Solamente de esto hablaron hasta el amanecer, hasta el primer canto del gallo.

Esa mañana, la niña le sirvió a su amante un almuerzo extraordinario. Cada mañana lo atendía con el mismo esmero y nunca se olvidaba tampoco de su fiambre diario. Le hacía comer opíparamente las mejores viandas y le brindaba al mancebo amorosos cuidados.

En ese momento, el demonio llamó desde su habitación.

—Llevadle el desayuno a ese hombre —ordenó a sus siervos—. Debe salir a trillar. ¡Daos prisa! —recalcó, todavía.

Los criados se apresuraron en llevarle el desayuno y le dijeron al joven: —Dice el amo que debes salir al momento para la trilla.

Prestamente se levantó el joven de su cama. Al mismo tiempo se levantó también Satanás y, tomando una horqueta, se la entregó al joven y, por escoba, le dio una maraña de alambres de largas púas, provista de un grueso mango.

—Yo no puedo trabajar con esta escoba que es un enredo de alambres de púa —refunfuñó el joven—. Dadme una escoba corriente de paja —le pidió enfadado. Y Satán tuvo que darle una horqueta normal, una escoba corriente y un aguijón.

Cargado con estos utensilios, el joven se fue a la caballeriza, abrió la puerta y repitió el ensalmo:

— ¡Ay, anillito, anillito! Quiero que estas mulas aparezcan al instante encima de la era.


Apenas pronunció el conjuro, las mulas comenzaron a marchar en fila, de una en una, por sí solas. Como un cordón ininterrumpido que se desenrrollara, trotaron directamente a la cima de la era. A buena distancia, el mozo iba en pos de los animales.

Rápidamente habían llegado las mulas a la era; en seguida llegó también el joven. Con ambos brazos levantó una porción de trigo, lo esparció en círculo y devotamente colocó en el suelo el anillito.



— ¡Ay, sortija, anillo precioso! —le dijo—. Quisiera ver en este momento que todo el trigo hacinado de esta era se esparza uniformemente a la redonda para ser pisado y trillado por las mulas.

Después, se postró con el rostro en tierra y sus oídos escucharon que el rastrojo desparramado silbaba, gritaba.

Cuando al cabo de un momento el joven se irguió, pudo ver el trigo totalmente desparramado en la redondez del llano. Colocó entonces la horqueta como para levantar las gavillas. Puso la escoba en actitud de barrer y después de hacer girar un latiguillo en el aire, lo colocó en el centro de la era. Luego pronunció la fórmula del hechizo:

—¡Ay, sortija sortija linda! Deseo que en este instante la mies sea pisada y desmenuzada completamente por las mulas —dijo.

En seguida se echó en tierra, detrás de unas matas de paja, mientras ingresaban las mulas a pisar el trigo. Lo mismo que en las eras donde pisan muchos animales, así se escuchaba el crujir y gemir de las espigas bajo los cascos de las mulas. Como un griterío se quebraba el rastrojo en todo el inmenso ámbito del llano. Transcurría la trilla como si en loca algazara unos seres invisibles estuvieran incitando a las bestias a trotar sobre la paja. Solamente los oídos del hombre percibían esto.

Luego, todo enmudeció. Después que el silencio se hizo patente por un largo espacio, el hombre levartó la cabeza, detrás de las pajas de su escondite, y vio que el cereal estaba completamente desmenuzado y que las acémilas, apeñuscándose, entropadas, permanecían quietas de cansancio al margen de la era. Entonces le habló nuevamente al amuleto:

—Oh, sortija, sortijita, linda! Cómo quisiera que en este momento esta mies pisada se reúna en un solo montón, lista para ser aventada.

Y se arrojó en tierra. Sus oídos atentos escucharon el juntarse y amontonarse de la mies barrida.

Cuando levantó la vista apareció la mies amontonada ante sus ojos. Era un cerro hermoso y colosal, semejante a los inmensos cúmulos de las dunas.

Y reiteró la frase ritual ante el amuleto, para que las acémilas volvieran a su caballeriza:

—¡Oh, anillito, anillo! Desearía que en este momento las mulas vuelvan y lleguen sin novedad a su lugar.

Como una exhalación, alargándose en fila como un cordón infinito, se dirigieron los animales por el camino que llevaba a la cuadra. El hombre permaneció en la cima donde se había realizado la trilla. Mucho después volvió a su alojamiento.

El demonio estaba a la entrada de la mansión y el joven le dijo:

—Ya he acabado, poderoso señor. Hice trillar el trigo completamente, con mucho esmero ha sido pilado y las gavillas están totalmente desmenuzadas.

—¡Formidable! —exclamó Satán-. Pero mañana te toca aventar el trigo. Lo trasladarás en las acémilas sin desperdiciar ni un solo grano.

—Perfectamente, gran soberano y señor —contestó el joven, sin añadir nada más. Por la noche se entregó al sueño, hasta que la joven diablesa le llevó la cena y le dio de comer. Mientras comía le niña le preguntó:

— ¿Qué te dijo hoy mi padre?

—Me ordenó que vaya mañana a aventar el trigo.

—Imposible que puedas aventar solo tanto trigo. Pero pierde cuidado, el anillito hará todo el trabajo. Le suplicarás de esta manera: “ ¡Oh, anillo, anillito! Quisiera que este trigo sea aventado y quede muy limpio y puro”. Pedirás también otra escoba y colocarás ambas escobas en actitud de estar barriendo. Introducirás las dos horquetas por ambos lados del trigo acumulado. No tienes sino que implorárselo al anillito, la joya se encargará de hacerlo todo.

Mientras conversaban así, la niña y el joven se quedaron dormidos.

Muy temprano, a la madrugada, la joven alistó prontamente un buen almuerzo para el joven y se lo sirvió. No se olvidó tampoco de ponerle el fiambre para el refrigerio.

Al amanecer. Satán comenzó a llamar desde su lecho:

—Que inmediatamente vaya ese hombre a aventar el trigo. Dadle el desayuno —gritó desde el interior de su alcoba.

—Dice el amo que vayas en seguida a aventar el trigo —le dijeron al joven los criados, mientras le servían el desayuno.

El joven les pidió:

—Tenéis que darme otra horqueta y una escoba más.

Cuando le entregaron lo pedido, el hombre se echó al hombro ambos instrumentos y se alejó.

Una vez llegado a la cima de la era, colocó una escoba a cada lado del cereal desmenuzado y metió a ambos lados las horquetas. Al medio acomodó en el suelo la piedra ara. Encima puso el anillito.

— ¡Oh anillo, anillito! Hoy te suplico que aparezca este trigo limpio y puro, completa y esmeradamente aventado —pidió a la prenda.

Y prestamente se arrojó en tierra. Entonces se suscitó un viento vehemente que soplaba sin parar. Sus oídos escucharon la mies aventada al compás del aire que rugía.

Pasado un buen tiempo, todo calló. El joven contempló la era: ante su vista se extendía el grano dorado, fruto excelso y hermoso, completamente limpio y puro. El cereal aventado parecía un cerro o collado enorme. Con profunda reverencia, el joven levantó su anillito. Y volvió a mirar la ingente cantidad de trigo. Parecían pequeños granos de pedrusco, cual arena escogida. Tomó el hombre una porción del noble cereal en ambas manos y lo llevó como muestra a Satán. Ingresó a la mansión y le dijo al señor:

—Ved aquí un trigo excelente, todo de primera. He concluido con esmero mi trabajo.

Satanás por toda respuesta le ordenó:

—Corre ahora trasládalo en las acémilas.

Al decir esto, le entregó costales, una aguja de arriero y pitas para coser. Los costales sumaban millares.

Un solo costal era tan grande como para que dos hombres lo abrazaran. El joven probó su peso y no pudo levantarlo solo. Entonces dijo a Satán:

—Hoy no podría transportarlo todavía. Me he cansado aventando el trigo. Mañana podré hacer esta tares.

Satanás asintió.

Esa noche le consultó a su amante:

—Mira lo que me ha ordenado: que trasladara en acémilas el trigo. ¡Cómo podría haber cargado tanto cereal! Al no saber qué hacer no le obedecí.

La amante lo asesoró y le dijo:

—Mañana por la mañana, muy de madrugada, aun antes de que la servidumbre esté en pie, cargarás los costales en las mulas. Únicamente tienes que suplicarle al anillito diciéndole: “ ¡Oh, anillito, anillo! Quisiera que en el acto y ordenadamente estos costales sean cargados en las mulas”. Verás cómo el anillito se encarga de hacerlo. Luego volverás a pedirle así: “¡Oh, anillo, anillito! Quisiera que en seguida todas estas bestias aparezcan en el campo de la era”. Y cuando hayan llegado al lugar indicado dirás: “¡Ay, anillo, anillito! Que todo el trigo sea préstamente vertido en los costales traídos por las mulas”. Cuando el grano esté ya encostalado, ensartarás un piolín en la gran aguja y la meterás en la boca de uno de los sacos como si estuvieras cosiendo y dirás nuevamente: “¡Oh, anillito, anillo! Ahora desearía que estos costales sean muy bien cosidos con esta aguja y esta pita”. Cuando todos los costales estén cosidos, dirás: “¡Oh, anillito, anillo! Ahora desearía que estos sacos sean cargados al lomo de las mulas”. Y cuando los sacos hayan sido cargados, pedirás una vez más: “¡Oh anillito, anillo! Quisiera que en este instante las mulas cargadas se encuentren ante la mansión, sin faltar ni una, antes que el dueño o la servidumbre hayan salido y que en cuanto vayan llegando descarguen en un ángulo de la puerta principal todos los sacos”. Así pedirás, mas el primer costal tienes que cargarlo tú mismo en una de las mulas. Las bestias se resistirán, te morderán, procurarán desgarrarte las carnes, te darán coces y te zarandearán corcoveando. A pesar de todo, tú tienes que echarle la carga a una de las primeras mulas: No te olvides de pedir mañana todas las sogas necesarias.

Efectivamente, cuando llegó la mañana, muy de madrugada, como le había indicado la niña, el joven ingresó a la cuadra. Escogió el saco más pequeño e intentó cargarlo en una de las acémilas. Las bestias se alborotaron; lo mordisquearon procurando desgarrarle la carne, le largaban coces y le daban manotadas como para arañarle. A pesar de todo, dificultosamente consiguió cargar una mula y arreó hacia la puerta a todas las demás, aunque porfiaban en resistir. Entonces le suplicó al anillo:

— ¡Oh, anillo, anillito! Quisiera que en este momento todos los costales sean cargados en el lomo de las acémilas.

Sin ninguna dilación, apenas pronunciado el ensalmo, los sacos estuvieron cargados sin faltar ninguno. Y dijo el joven:

— ¡Oh anillo, anillito! Es mi deseo que todas estas acémilas se encuentren en la cima de la era.

Alargándose en fila, como si fueran un cordón interminable, las mulas se encaminaron a la cima de la era. Tan pronto hubieron llegado, el joven repitió la fórmula secreta: — ¡Oh, anillo, anillito! Quisiera ahora que estos sacos se llenen con el trigo puro como arena escogida.

El joven no hizo sino ocultarse tras una mata de árnica que por allí crecía, cuando sus oídos empezaron a escuchar el rumor del trigo rellenando los costales. Cuando alzó los ojos, ya todos los costales estaban repletos del cereal. Rápidamente ensartó entonces un cordel a la aguja de arriero, le dio unas puntadas a la boca de un costal y repitió la fórmula mágica:

— ¡Ay, anillito, anillito! Ahora te pido que todos los costales sean cosidos.

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