ISSICHA PUYTU
—Vivirás conmigo
—Bien —dijo ella. Y se quedó en la casa del señor. Vivió con él.
El curaca mandó que le quitaran toda la ropa a su nueva amante, a Issicha Puytu. La hizo vestir con la ropa de las matronas, de las principales. Ella tenía trenzas. Y sus trenzas las mandó peinar como se peina la cabellera de las soberanas. Con grandes prendedores de plata le hizo adornar la cabeza; extremó su amor el curaca en estas cosas. La hizo vestir con ropas de finísimo hilado, la hizo calzar de sandalias. Toda ella la adornó y vistió como a las señoras principales. En las llikllas, en las mantas que debían cubrirle la espalda, mandó tejer palomas. Todas sus vestiduras estaban tejidas con franjas anchas en las que se había retratado a las flores de la tierra. Así la cargó de adornos como a una planta florecida, y la transformó.
De este modo vivían y pasaba el tiempo. Ella no se ocupaba de nada, su señor no la hacía trabajar. Pasaban el día entregados a la diversión y el juego, encerrándose en el dormitorio. Comían juntos. El la tenía en sus brazos, sobre sus rodillas, mientras comía.
El señor tenía muchos criados jóvenes. Todos odiaban a Issicha Puytu y hablaban mal de ella, a escondidas. Y cuando la servían y le llevaban las comidas, refunfuñaban. Al señor no le importaba eso, ni nada. Pero la gente del pueblo sabía, y también ellos murmuraban. Pero tampoco eso importaba al curaca, ni temía el juicio del pueblo.
Día y noche estaba con ella, con su amada. Con ella comía, con ella dormía, con ella esperaba el anochecer. Issicha Puytu sabía tocar una quena hecha de hueso humano. (Esas quenas se tocan bajo un cántaro alargado). Ella tocaba intensa y bellamente la quena. Y por eso se llamaba Issicha Puytu. El curaca le compró una quena y un cántaro. Ella pone las manos dentro del cántaro y toca la quena. El canta. Es el curaca quien canta.
Así vivían todos los días. Mientras tanto, los padres de ella la esperaban. Y como pasaba el tiempo y no volvía, la madre dijo a los hermanos de Issicha Puytu:
—¿Dónde estará mi hija? ¿Qué será de ella? No ha vuelto desde que fue a cumplir su turno. O es que a han retenido para que sirva en la mita para siempre. Id a preguntar por vuestra hermana.
Luego prepararon un fiambre abundante y enviaron a dos de los hermanos hacia el pueblo. Llegaron ambos a la casa del señor y preguntaron a los jóvenes sirvientes. Uno de los hermanos dijo:
—Issicha Puytu, mi hermana, vino a cumplir su turno en la mita. Y no ha vuelto. ¿Qué es lo que hace en la casa del señor?
Los jóvenes le contestaron:
—Tu hermana es ahora la Señora (Wayru). Se ha tornado en la Matrona. —Decidle que han venido sus hermanos a averiguar de ella.
Los sirvientes entraron a la casa a cumplir el encargo. Dijeron a la señora: —Issicha Puytu, han venido tus hermanos a preguntar por ti.
— ¿Quién puede ser mi hermano? —contestó ella.
—Allí están en la puerta tus dos hermanos. Dicen que han venido por orden de tus padres.
Issicha Puytu contestó:
—Yo no tengo padre ni madre.
—Pues, mira, mira allí.
Pero ella no quiso mirar. Muy tranquila, sentada sobre el lecho del curaca, tocaba su quena, hacía gemir al instrumento. Nada más.
Los jóvenes sirvientes volvieron donde los hermanos y les dijeron:
—Dice ella que no sois sus hermanos. Dice que no reconoce tener padre ni madre. No quiere salir. Ha dicho de vosotros: “¿Qué ricos en excremento son los que quieren reconocerme por hermanos?”.
Sin embargo, los hermanos esperaron afuera, sentados, conversando con la servidumbre.
—Ella está con el Señor, vive con él —dijeron los sirvientes. Y les contaron la historia de Issicha Puytu. Todo lo que ocurrió con ella, desde el principio.
Y cuando los hermanos estaban sentados entre los sirvientes, Issicha Puytu salió, por su propia voluntad. Los hermanos se levantaron, fueron hacia ella y le dijeron: —¿Cómo te encuentras, hermana? ¿Dónde estás? No volviste a nuestra casa. Cualquiera que haya sido tu suerte, debiste avisar, hermana. Nuestros padres te enviaron con nosotros este fiambre.
—Tú, mozo mugriento, tú no eres mi hermano —contestó ella—. ¿De dónde, y por qué queréis ser mis hermanos?
—Nuestra madre está llorando por ti —contestaron ellos.
—¿Y quién había sido mi madre? —volvió a preguntar Issicha Puytu. —¿No te acuerdas de nuestros padres? —preguntaron los hermanos. —¿De dónde y por qué pretendéis reconocerme? ¿Acaso soy de vuestra clase? Por
qué me veis en alta condición queréis haceros pasar como mis parientes —dijo ella con gran altivés. Recibió el fiambre que le habían enviado sus padres y lo arrojó a la cara de sus hermanos.
— ¿Cómo me habéis traído esto? ¿Soy acaso de las que comen esas cosas? —les gritó con el mayor desprecio.
Al oír estas palabras, los hermanos se marcharon; volvieron a su casa. Llegaron donde estaban sus padres.
—Me enviasteis a preguntar por vuestra hija —habló el mayor de los hermanos—. Nos ha recibido con desprecio. No quiso reconocernos. “¿Mozos tan mugrientos pretendéis haceros pasar por mis hermanos?”, nos dijos.
—No es posible que mi hija haya hablado de ese modo —contestaron el padre y la madre.
—Aún la comida que le enviaste nos arrojó a la cara. No se acuerda de nuestra casa.
Y así, minuciosamente, hicieron el relato de la visita a Issicha Puytu.
—Vuestra hija vive con el curaca —dijeron.
Pero los padres no quisieron creer lo que oían.
—No. No es posible que mi hija sea de tal índole —respondieron—. Vosotros odiáis a mi hija. No queréis que ella vuelva, y por eso inventáis esos cuentos.
No creyeron en las palabras de los hermanos. Y así fue.
Paso mucho tiempo en la vida de Issicha Puytu. Concibió un hijo; estaba embarazada.
Entonces, nuevamente, los de su casa quisieron saber de ella. Y la madre envió al padre. Como en la primera vez, prepararon un fiambre.
—Si será verdad que nuestra hija es como sus hermanos cuentan de ella. Anda y ve por ti mismo, —dijo la madre a su marido.
El padre llegó a la casa del curaca. Preguntó por su hija. Los criados contaron al padre la historia de Issicha Puytu, como habían contado a los hermanos.
—Hacedme el favor de llamarla —dijo el anciano—. Decidle que ha venido su padre. Los criados le anunciaron ante Issicha Puytu. Y ella contestó:
— ¿Quién puede ser mi padre?
Y como le dijeron: “Es tu padre quien ha venido”, ella salió murmurando: —¡Oh! ¿Quién, quién había sido mi padre?
En cuanto vio a su hija, el anciano fue hacia ella, iluminado de alegría exclamó: —¡Oh hija mía! ¿Cómo estás? —Y con el corazón ardiente de amor prosiguió: —¿Cómo no has vuelto hasta ahora? ¿Qué es lo que te está pasando?
Y ella le contestó:
—Oye, perro viejo: ¿cómo puedo ser yo hija tuya? ¿Cómo, de qué modo pudiste ser tú mi padre?.
Issicha Puytu estaba encinta. Y el padre contestó dulcemente:
—No, hija mía, no me digas eso. No puede ser. No es posible que me contestes de este modo. Recibe; siquiera el regalo que te he traído.
Y desatando la pequeña carga que traía le alcanzó el fiambre que la madre había preparado. Pero ella lo rechazó.
—Oye, perro viejo —le dijo—. ¿Soy acaso de las que comen estas cosas? Fuera de aquí. No pretendas reconocerme.
Y lo arrojó de la casa.
Llorando, el padre volvió. Llegó donde su mujer y le dijo:
—Era cierto. Tu hija se ha tornado en otra, a la que ya no es posible reconocer. Está embarazada. Me ha contestado con desprecio y me ha arrojado de su casa. El viejo habló con voz lastimera. Pero la madre no quiso creer.
—El padre y Ios hermanos, todos la odiáis —dijo.
—Tu hija nos ha negado, a su padre y a su madre —insistió el anciano. Y lloró en presencia de su mujer. Sin embargo, la madre no daba fe; siguió hablando: —Tú no has llagado, oye anciano, a la casa del curaca.
—Pues, anda tú, anda a saber —contestó el padre.
Pero la madre no fue. Y pasó el tiempo.
—Quizá vuelva, despacio, poco a poco —decía. Y no fue.
Issicha Puytu dio a luz. Hicieron bautizar al niño y eligieron padrino a un hombre que vivía en una casa vecina a la del curaca. Pero el niño murió. El curaca cuidó y curó a Issicha Puytu; la cuidó con todo amor y esmero. Y siguieron viviendo solos. Y amaron mucho al padrino del niño.
Y pasó el tiempo. La madre seguía esperando. Pero Issicha Puytu no aparecía. Entonces empezó a preparar su fiambre: hizo galletas de harina de quinua y kkañiwa (k’íspiñu), cocinó mote y chuño hervido. “Estas eran las comidas que ella prefería. ¡Cuánto deseo tendrá de probarlas!”, decía, mientras preparaba su atado de fiambre.
—Mi hija debe ser la criada del curaca —dijo. Y, llena de pena, se echó el atado a las espaldas—. Uno con una historia; otro con otra historia vienen donde mí para hablarme de mi hija. Ahora que yo llegue, veré por mí misma si es como ellos dicen.
Y emprendió la marcha hacia el pueblo. Llegó a la casa del curaca. A esa hora, su hija estaba tomando el sol echada sobre una alfombra. Tenía en la cabeza hermosos prendedores de plata. Era una matrona soberana. Imposibe de ser reconocida. Y la anciana dudó, no podía reconocer a su hija. Issicha Puytu estaba muy engalanada. “¿Es esta mi hija, o no es ella?, se preguntaba y la miraba con asombro. Entonces sí, su hija le habló:
—Oye, vieja, ¿qué es lo que quieres?
La madre la reconoció en el sonido de la voz. Y le habló presurosa:
—Oh, hija mía! ¿Cómo estás?
Y corrió a abrazarla. Pero Issicha Puytu la rechazó. Aun así, la anciana le alcanzó el atado de manjares que había traído. Issicha Puytu recibió el regalo y dijo: — ¿Por qué venís cada uno de vosotros trayéndome comidas inmundas y tratando de haceros pasar por mis parientes? ¿Yo acaso os conozco, mujer maloliente? Y le arrojó el fiambre a la cabeza. Entonces la madre exclamó:
—¿Qué te pasa, oh criatura? ¡No te vuelvas contra el bien, hija mía! Yo te envié a que cumplieras tu turno en la mita, no te mandamos para que cambiaras de este modo. —¡Fuera de aquí, vieja! ¡No me dirijas más la palabra! —gritó Issicha Puytu. —¿Ya no recuerdas que soy tu madre? —preguntó la anciana—. ¿Es verdad que le arrojaste mi regalo al rostro de tu padre, y que hiciste lo mismo con tus hermanos? ¡Vámonos ahora! —ordenó la madre.
—¿Dónde puedo ir yo, vieja inmunda? —contestó Issicha Puytu.
—A nuestra casa. ¿O es que ya no recuerdas tu hogar?.
—¡Fuera de aquí, vieja! ¡Ya no me hables más! —gritó Issicha Puytu, decidida ya a arrojar de su casa a la madre.
La anciana recogió la comida del suelo. Y así, de rodillas, en medio del patio, lloró. Issicha Puytu la estaba mirando.
—Desde hoy para siempre ya no serás mi hija —dijo la madre— ¡Cuidado con que más tarde quieras decir: “Fuisteis mi padre y mi madre”. Ya no podrá ser en ningún tiempo, ¡Nunca podrás llamarme!
Y pronunciando la última frase iba saliendo de la casa. Pero la hija le contestó: —¿Quién podrá llamarte “Madre” a ti?
Entonces la madre se descubrió el seno, hizo como si se ordeñara hacia el suelo, y pronunció la maldición suprema:
— ¡Con esto has de encontrar la vida eterna!
Luego salió de la casa y tomó el camino de su comunidad. Iba llorando en el camino. “¿Cómo ha podido mi hija hacerme lo que ha hecho? ¡Aun los manjares que hice para ella me los arrojó al rostro!”, decía. Y sus lágrimas rodaban como grandes gotas de lluvia, como el pesado granizo. “Yo que no quise creer a mi esposo ni a mis hijos. Sin embargo, ellos decían la
verdad. ¡Mi hija es como ellos decían!”, seguía hablando. Y llegó a su casa, llorando. Y dijo a su esposo y a sus hijos:
—Era verdad. Vuestra hermana se ha pervertido, como dijisteis. Ahora sí creo.
Entonces convinieron entre todos:
—Ya no volveremos a su casa. Y aun cuando entremos al pueblo, no iremos donde ella vive. Y así hay que ser, para siempre.
Y la olvidaron.
Al día siguiente de haber arrojado Issicha Puytu a su madre, el curaca tuvo que hacer un viaje repentino y largo. Debía dormir un día en el sitio adonde iba. Antes de partir, el curaca amonestó muchas veces a sus criados; les dijo:
—Cuidáos de no atender bien a vuestra señora. La serviréis con esmero; tenderéis bien su lecho.
Y partió. Había ordenado antes que los criados acompañaran a dormir a la señora, que cuidaran su sueño.
Pero los criados no obedecieron. Apenas salió el curaca, murmuraron.
—¿Quién ha de cuidar a esa mujer? ¿Quién ha de querer alcanzarle nada? —y se entregaron al juego, a divertirse entre ellos. Nadie fue a cuidar el sueño de Issicha Puytu.
Al día siguiente, en la mañana, fueron de muy mala gana a servirle el desayuno. Y la encontraron muerta. Estaba muerta sobre su lecho. Entonces los criados se espantaron.
—¿Qué puedo haberle sucedido a esta mujer? ¡Está muerta! —exclamaron—. El señor nos castigará por no haberla acompañado.
Y reflexionaron para encontrar la forma de justificarse. “¿Cómo hemos de explicar su muerte?”, decían. “¿Por qué no estrásteis a su dormitorio para cuidar su sueño?”, nos preguntará el señor. Al fin convinieron en decir que Issicha Puytu había muerto en la mañana, y no en su lecho, sino fuera, ya levantada.
Y vistieron el cadáver de Issicha Puytu. Peinaron su cabellera como solía peinarse ella todos los días. Luego, tendieron el cadáver sobre el lecho.
Al poco rato llegó el curaca y preguntó:
— ¿Dónde está la señora? ¿Dónde está mi paloma?
—Ha muerto —le dijeron.
— ¿Cómo? ¿Cómo es posible? ¿De qué modo?
—Esta mañana se levantó muy temprano. Sentada sobre una alfombra estuvo viendo un escrito. En la puerta de la casa se calentaba al sol. Y de repente se estremeció, cayó de
espaldas, inmóvil. Entonces hicimos cuanto era posible. Pero no pudo revivir. Y la llevamos, apenas, hasta su lecho.
El curaca había comprado en su viaje los objetos más bellos para Issicha Puytu. Y llevando los regalos entró al dormitorio y cerró duramente la puerta. Llorando, levantó a su amante y la hizo sentar sobre el lecho, y empezó a llamarla:
—¡Vuelve a la vida, Issicha Puytu! ¡Vuelve a la vida!
Se sentó a su lado; y lloraba. Lloró toda la noche, junto a su amada. Al amanecer la vistió con los trajes nuevos que le había traído, la engalanó y volvió a llamarla: — ¡Issicha Puytu, toca la quena del cántaro!
Cuando entraron los criados encontraron el cadáver sentado, hermosamente vestido y engalanado, y vieron que el curaca le hablaba como si Issicha Puytu estuviera viva.
Así la estuvo contemplando durante tres noches y tres días. No se acordó siquiera de que Issicha Puytu debía ser sepultada. Y en ese trance, cuando la estaba contemplando. Issicha Puytu revivió; levantó la quena y empezó a tocarla. Era como la muerte el canto de la quena; bajo el cántaro, el instrumento lloraba a torrentes; llamaba al llanto y a la muerte. El curaca era feliz: “¡Ya revivió Issicha Puytu!”, exclamaba.
Estaba viva, pero ya no sabía ni vestirse ni peinarse. No era ya la misma. El tenía que peinarla. Y cada vez la vestía con nuevos trajes. Le servía comida en las manos; pero no comía. Ya no le llegaba el hambre ni la sed. Ya no hablaba como antes. Sólo a instantes hacía sollozar su quena bajo el cántaro. Y dormía.
Y entonces, una noche, el curaca quiso pecar con ella. Y cuando estaba consumado el pecado, de dentro del lecho se incorporó una bestia. Issicha Puytu estaba convertida en un asno. Pero el curaca exclamó lleno de alegría:
—¡Ahora sí! Aunque se haya convertido en asno, ella estará conmigo, iré con ella a todas partes. ¡Ya no tendré que enterrarla! —y amaneció con la bestia en su dormitorio.
Al día siguiente, el curaca llevó el asno a la casa del padrino de su hijo. Y le dijo: —Tu que cargaste a mi hijo en la pila bautismal, tú, mi prójimo, mi señor, ve que ahora tengo a esta bestia para mí. La he comprado para mis viajes. Para que esté siempre conmigo.
El padrino, este hombre, era entendido en herrar y arreglar los cascos de la bestia. El curaca le dijo:
—Cuida de los cascos de mi asno, hiérralos ahora.
— ¿Por qué no hacerlo, para ti, padre como yo, mi curaca? —contestó: Herraremos a tu bestia, ahora mismo.
Y forjó unos herrajes a medida. Luego tumbaron al animal; le amarraron las patas; acomodaron los herrajes y empezaron a clavarlos. Pero al primer golpe gritó la bestia: —¡Ay! ¡Ay, mi señor! ¿Cómo me clavas los pies, tú, tú que fuiste el padrino de mi hijito?
Y hablando así, se levantó, convertida de nuevo en la matrona, en Issicha Puytu, en la señora hermosa. El hombre, el padrino, se lleno de pavor.
—¡Oh, mi curaca! ¡Qué me has mandado hacerl —exclamó, mirando a su amigo. Y preguntó a Issicha Piytu.
—¿Qué ha sido de ti? ¿Cómo, de qué suerte pudiste convertirte en bestia, habiendo sido madre de un hijo de mi curaca, de mi señor?
Entonces habló Issicha Puytu:
—A mi madre, a mi padre, a mis hermanos, les hablé con desprecio. Por eso nuestro Señor me castiga. El haber arrojado al rostro de mi hermano la comida que me trajo de regalo, no es culpa grande. Culpa grande es haber afrentado a mi padre y a mi madre con el mismo pecado.
—¿Y por qué procediste de esa manera?
Issicha Puytu contestó:
—Por haber si do amante de un señor como tú. Por eso ofendí a mi padre y a mi madre. He caído ahora en las lágrimas de mi padre y de mi madre. Mi madre me maldijo exprimiéndose los pechos Y esa misma noche me alcanzó la muerte. ¡Ya no podré encontrar mi rendención! Y cuando estuve muerta, este curaca intentó hacerme pecar; y por eso me convertí en bestia. En un pecado horrendo el que quería que yo cometiera. Y me convertí en bestia. Viendo que estaba muerta, no temió a mi cuerpo inerte, y me profanó. Impulsado por su alegría demoníaca me acarició, puso sus manos sobre mí; y después quiso hacerme caer en el horrendo pecado. Pero yo ya no puedo pecar, porque estoy muerta. Envileció mi cadáver vergonzosamente. Y por eso me convertí en bestia.
Issicha Puytu acabó de decir estas palabras, y cayó de espaldas. Y murió definitivamente; se convirtió en cadáver.
Para el pueblo, Issicha Puytu murió en la casa del padrino. “Aquí murió”, dijo él. Y empezó a disponer el entierro del cadáver. Pero el curaca se opuso:
—La llevaré a mi casa. Allí la cuidaré —dijo.
Pero el padrino contestó:
— ¡Qué es eso, curaca mío! ¡No tendría nombre lo que propones! Tenemos que enterrarla.
E impidió que el curaca se llevara el cadáver de Issicha Puytu.
Y la enterraron. Le hicieron un funeral pomposo; como se entierra las matronas respetables, a la consorte de los que mandan. El curaca asistió a los funerales. Iba cantando junto con las lloronas, repitiendo el llanto de ellas. Pero no repetía la voz de las plañideras, cantaba con sus propias palabras: “Issicha Puytu: ¡adelántate, adelántate! —iba diciendo—.
Donde quiera que vayas yo estaré contigo, juntos, siempre juntos”. Y cuando estaba llorando con estas palabras, la enterraron.
Y, concluido el funeral, todos se fueron. Acompañaron al curaca hasta su casa. Pero, a la media noche, el curaca se levantó y se encaminó hacia el panteón, llevando las ropas de Issicha Puytu. Llegó hasta el sitio donde la enterraron, y escarbó la tierra. Entonces Issicha Puytu volvió a la vida, salió de donde estaba enterrada. El curaca la vistió hermosamente. Y se echaron a andar. En la puerta del panteón, gritó el curaca:
— ¡Issicha Puytu! ¡Ahora sí! ¡Con ella me voy eternamente! ¡Con Issicha Puytu! Y se fueron, no sabemos dónde.
Entonces aullaron los perros, de pueblo en pueblo.
Dicen que vino un carro de fuego, y que el demonio se llevó a los dos.
A la mañana siguiente, los vecinos preguntaron en la casa del curaca. Pero él no estaba; y habían desaparecido también todos los vestidos de Issicha Puytu. Luego, fueron al panteón, a ver. Y encontraron escarbada la sepultura de Issicha Puytu. Los dos amantes ya no estaban. Así fue todo.
La casa del curaca se sumió en el silencio. Más tarde se convirtió en ruinas. En desolada pampa.