Cuento andino: EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE

EL TORITO DE LA PIEL BRILLANTE

Este era un matrimonio joven. Vivían solos en una comunidad. El hombre tenía una vaquita, una sola vaquita. La alimentaban dándole toda clase de comidas; gacha de harina o restos de jora. La criaban en la puerta de la cocina. Nunca la llevaron fuera de la casa y no se cruzó con macho alguno. Sin embargo, de repente, apareció preñada. Y parió un becerrito color marfil, de piel brillante. Apenas cayó al suelo mugió enérgicamente.


El becerro aprendió a seguir a su dueño; como un perro iba tras él por todas partes. Y ninguno solía caminar solo; ambos estaban juntos siempre. El becerro olvidaba a su madre; sólo iba donde ella para mamar. Apenas el hombre salía de la casa el becerro lo seguía.

Cierto día, el hombre fue a la orilla de un lago a cortar leña. El becerro lo acompañó. El hombre se puso a recoger leña en una ladera próxima al lago; hizo una carga, se la echó al hombro y luego se dirigió a su casa. No se acordó de llamar al torito. Este se quedó en la orilla del lago comiendo la totora que crecía en la playa.

Cuando estaba arrancando la totora, salió un toro negro, viejo y alto, del fondo del agua. Estaba encantado, era el Demonio que tomaba esa figura. Entre ambos concertaron una pelea. El toro negro dijo al becerro:

—Ahora mis no tienes que luchar conmigo. Tenemos que saber cuál de los dos tiene más poder. Si tú me vences, te salvarás; si te venzo yo, te arrastraré al fondo del lago.

—Hoy mismo no —contestó el torito—. Espera que pida licencia a mi dueño; que me despida de él. Mañana lucharemos. Vendré al amanecer.

—Bien dijo el toro viejo—. Saldré al mediodía. Si no te encuentro a esa hora, iré a buscarte en una litera de fuego, y te arrastraré a ti y a tu dueño.

—Está bien. A la salida del sol apareceré por estos montes —contestó el torito. Así fue como se concertó la apuesta, solemnemente.

Cuando el hombre llegó a su casa, su mujer le pregunto:

—¿Dónde está nuestro becerrito?

Sólo entonces el dueño se dio cuenta que el torito no había vuelto con él. Y dijo: —¿Dónde estará?

Salió de la casa a buscarlo por el camino del lago. Lo encontró en la montaña, venía mugiendo de instante en instante.

—¿Qué fue lo que hiciste? ¡Tu dueña me ha reprendido por tu culpa! Debiste regresar inmediatamente —le dijo el hombre, muy enojado.

El torito contestó:

—¡Ay! ¿Por qué me llevaste, dueño mío? ¡No sé qué ha de sucederte! —¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Qué puede sucederme? —preguntó el hombre.

—Hasta hoy no más hemos caminado juntos, dueño mío. Nuestro camino común se ha de acabar.


—¿Por qué? ¿Por qué causa? —volvió a preguntar el hombre.

—Me he encontrado con el Poderoso, con mi gran Señor. Mañana tengo que ir a luchar con él. Mis fuerzas no pueden alcanzar a sus fuerzas. Hoy él tiene un gran aliento. ¡Ya no volveré! Me ha de hundir en el lago —dijo el torito.

Al oír esto, el hombre lloró. Y cuando llegaron a la casa, lloraron ambos, el hombre y la mujer.

—¡Ay mi torito! ¡Ay mi criatura! ¿Con qué vida, con qué alma nos has de dejar?

Y de tanto llorar se quedaron dormidos.

Y así, muy al amanecer, cuando aún quedaban sombras, muchas sombras, cuando aún no había luz de la aurora, se levantó el torito, y se dirigió hacia la puerta de casa de sus dueños, y les habló así:

—Ya me voy. Quedáos, pues, juntos.

—¡No, no! ¡No te vayas! —le contestaron llorando—. Aunque venga tu Señor, tu Encanto, nosotros le destrozaremos los cuernos.

—No podréis —contestó el torito.

—Sí; hemos de poder. ¡Espera!

Pero el torito salió hacia la montaña.

—Subirás a la cumbre, y muy a ocultas, me verás desde allí —dijo.

El hombre corrió, le dio alcance y se colgó de su cuello, lo abrazó fuertemente.

— ¡No puedo, no puedo quedarme! —le decía el torito.

— ¡Iremos juntos!

—No, mi dueño. Sería peor, ¡me vencería! Quizás yo solo, de algún modo pueda salvarme.

—¿Y cómo ha de ser mi vida si tú te vas? —decía y lloraba el dueño.

En ese instante el sol salía, ascendía en el cielo.

—Juntos viviréis, juntos os ayudaréis, mi dueño. No me atajes más, mira que el sol ya está subiendo. Anda a la cumbre, y mírame desde allí. Nada más —rogó el torito.

—Entonces y no hay nada que hacer —dijo el hombre; y se quedó en el camino. El torito se marchó.


El dueño subió el cerro y llegó a la cumbre. Allí se tendió; ocultó en la paja miró el lago. El torito Ilegó a la ribera; empezó a mugir poderosamente; escarbaba el suelo y echaba el polvo al aire. Así estuvo largo rato, mugiendo y aventando tierras; solo, muy blanco, en la gran playa.

Y el agua del lago empezó a moverse; se agitaba de un extremo a otro; hasta que salió de su fondo un toro, un toro negro, grande y alto como las rocas. Escarbando la tierra, aventando poIvo, se acercó hacia el torito blanco. Se encontraron y empezó la lucha.

Era el mediodía y seguían peleando. Ya arriba, ya abajo, ya hacia el cerro, ya hacia el agua, el torito luchaba; su cuerpo blanco se agitaba en la playa. Pero el toro negro lo empujaba, poco a poco, lo empujaba, lo empujaba, hacia el agua. Y, al fin, le hizo llegar hasta el borde del lago, y de un gran astazo lo arrojo al fondo; entonces el toro negro, el Poderoso, dio un salto y se hundió tras de su adversario. Ambos se perdieron en el agua. El hombre lloró a gritos; bramando como un toro descendió la montaña; entró a su casa y cayó desvánecido. La mujer lloraba sin consuelo.

Hombre y mujer criaron a la vaca, a la madre del becerrito blanco, con grandes cuidados, amándola mucho, con la esperanza de que “pariera un torito igual al que perdieron. Pero transcurrieron los años y la vaca permaneció estéril. Y así, los dueños pasaron el resto de su vida en la tristeza y el llanto.

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