Cuento andino: EL NEGOCIANTE DE HARINAS 🫴🛍️

EL NEGOCIANTE DE HARINAS


Este era un negociante en harinas. Cuando salía de viaje se dirigía siempre donde un comprador conocido. Ambos se dieron la palabra, convinieron en que el vendedor no iría a ninguna otra parte a alojarse ni que negociaría con gente extraña.

Una vez, el negociante de harinas salió en viaje de negocio en compañía de un hombre de Sicuani. Salía después de mucho tiempo. Hacía cerca de medio año que no iba donde su comprador. Faltando al convenio, había vendido su harina en pueblos lejanos. Pero esta vez le dijo a su acompañante:

—Tenemos que ir donde mi comprador.

Y llevó a su compañero por el camino que iba hacia la casa de su antiguo amigo.

Anochecía mientras andaban; cayó el sol y era la hora del descanso; entonces dijo el sicuaneño:

—Parece que está aún muy lejos la casa de tu comprador.

El negociante le respondió:

—No. Ya estamos cerca, muy cerca de la casa de mi comprador.

Y siguió guiando a su compañero. No quería descansar en ningún otro sitio. Muy lejos, muy lejos, divisaron una casa. Y el negociante dijo:

—Allá está; ya se ve la casa de mi comprador.

Su acompañante tenía una extraña fatiga. Y sin que hubiera motivo empezó a sentir miedo.

—No sigamos. En cualquiera de estos sitios dejemos las cargas y descansemos —dijo.

—¿Qué? ¿Cómo es posible que pidas descansar en el campo cuando estamos cerca de una casa? No; sigamos. Ya vamos a llegar —contestó el negociante.

Y cuando estaba hablando, una voz de fantasma gritó desde la cumbre de un cerro:

— ¡Oh, mi vendedooor. . . mi vendedor!

El comprador había muerto; y como fue condenado, se había hundido en el infierno.

—¿Ves? Mi comprador me llama. Mi comprador es magnánimo y bueno —dijo el negociante.


Pero su compañero sintió espanto. Sabía en su corazón que esa voz no era de hombre. El que llamó no llamó con voz humana. Su grito había sido nasal. Entonces preguntó al negociante en harinas.

—¿Qué clase de hombre es aquél que ha podido subir a un cerro tan alto, a esa cumbre?.

—Es que mi comprador tiene ganado. Sus bestias se habrán escapado al cerro y él habrá ido a buscarlas.

Y nuevamente se oyó el grito:

—¡Oh, mi vendedooor... mi vendedor!

El sicuaneño volvió a decir al negociante:

—No, señor. Imposible; esa voz no es voz de gente.

En ese momento ya estaban llegando a la casa del que llamaba. Y el fantasma también venía, bajaba del cerro, tropezándose con su mortaja, enredándose, enredándose, a cada instante.

Sobrecogido de terror, el acompañante entró a la casa del comprador junto con el negociante en harinas. Apenas llegaron se quitaron los atados que llevaban a la espalda, y bajaron de las bestias los sacos de harina. La casa estaba deshabitada, vacía; todas las puertas permanecían cerradas. El negociante derrumbó la pared de piedras que cerraba la entrada de una de las habitaciones, saltó al interior, se tendió en el suelo, y se quedó dormido. Mientras tanto, el otro hombre, amarró las llamas, alineó las cargas en un rincón del patio, y esperó, sentado en cuclillas, lleno de espanto.

Muy cerca de la casa, volvió a oírse el grito:

—¡Oh, mi vendedooor! ¡Ya vienes, ya estoy llegando!. . .

El hombre miró la montaña, y vio que el fantasma rodaba ya por la base del cerro, enredándose, tropezándose siempre con su mortaja.

Entonces corrió hacia la habitación donde su compañero y trató de despertarlo; lo sacudió; pero el negociante siguió dormido; tenía un sueño de piedra.

—¡Ya viene el Condenado! ¡Despierta! —le gritaba. Pero el hombre no oía.

Y desde la ladera próxima a la casa, gritó nuevamente el fantasma:

—¡Oh mi vendedooor! ¡Tenemos que unir nuestras bocas!

Y el grito final se alargó en los confines.

Como no pudo despertar el negociante, el hombre huyó lejos de la casa llevándose sus atados. Pero dejó bien cercada la puerta de la habitación donde dormía su compañero; le


hizo una pared ancha de piedras. Ya en su refugio, amarró sus llamas, prendió una fogata y se sentó.

El Condenado demoró. Muy entrada la noche, cuando iba saliendo la luna, llegó; se escurrió en la casa, y empezó a desatar el cerco que protegía la habitación aquella; piedra tras piedra desmoronó la pared.

Apenas entró, agarró al negociante y lo fue devorando. Una sola vez gritó la víctima: iUaaúúú! Después no se oyó más que el ruido de las mandíbulas del Condenado, el crujido de los huesos y de la carne que trituraba.

El compañero rezaba y fumaba, imploraba; tiritando decía: “En seguida vendrá a devorarme a mí”.

Al rayar de la aurora todo estaba en silencio. No vino el Condenado. El ruido de sus mandíbulas cesó.

Cuando salió el sol y creció bien el día, corrió el hombre hacia la casa. “Lo habrá devorado el Condenado, o qué será de él”, decía. Muy despacio se acercó a la puerta de la habitación, miró por una rendija, hacia el interior y vio: en un rincón estaba tendido el Condenado, dormía, roncaba ferozmente; del negociante en harina solo quedaban unos trozos de ropa ensangrentada y unos pedazos de su cuero cabelludo esparcidos en los suelos.

Entonces, el hombre, en silencio y con el mayor cuidado, volvió a tapiar la puerta con un cerco muy duro y firme. Y luego, incendió la casa. Allí hizo arder al Condenado.

Después cargó rápidamente sus llamas, y se marchó hasta Sicuani, a toda carrera.

Cuando el Condenado sintió el fuego en su cuerpo, despertó, tumbó el cerco de la puerta y escapó a saltos. Ardiendo, empavesado, huyó por la montaña, cerro arriba, hacia la cumbre. Se torno a su lugar de origen, y hasta hoy no ha vuelto.

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