Cuento andino: LA AMANTE DE LA CULEBRA

LA AMANTE DE LA CULEBRA


Era la única hija de un matrimonio. Todos los días iba a la montaña a cuidar el ganado. El padre y la madre no tenían más hijos que ella. Y por eso la mandaban día a día a pastar el ganado. La moza era ya casadera, muy desarrollada y hermosa.

Cierto día, en la cumbre de un cerro, se le acercó un joven muy fino, muy delgado.

—Sé mi amante— le dijo. Y siguió hablándole de amor.

Viéndolo alto y vigoroso, la joven aceptó.

Desde entonces se veían en la montaña; allí se amaban.

—Quiero que me traigas siempre harina flor, tostada —dijo el mozo a la pastora.

Ella cumplió el encargo de su amante. Y le llevaba harina flor cocida, todos los días. Comían juntos, se servían el uno al otro.

Así vivieron durante mucho tiempo. El mozo caminaba y corría de bruces, se arrastraba, como si tuviera muchos pies menudos. Es que no era hombre. Era una serpiente. Pero para los ojos de ella semejaba un mozo delgado y alto.

La moza quedó encinta, y dijo al joven:

—Estoy embarazada. Cuándo lo sepan mis padres me reconvendrán y me preguntarán quién es el padre de mi hijo. Debemos decidir, si vamos a mi casa o a la tuya.

El mozo contestó:

—Tendremos que ir a tu casa. Y yo no podré entrar libremente, no es posible. Dime si junto al batán de tu casa hay un hueco en la pared. ¿No hay siempre junto a los batanes un hueco que sirve para guardar el estropajo con que se limpia la piedra?.

—Sí; junto al batán hay ese hueco.

—Me llevarás allí —dijo el mozo.

Y la joven preguntó:

—¿Qué podrías hacer en ese hueco?

—Allí viviría de día y de noche.

—No cabrías. No es posible; es un hueco muy pequeño.

—Entraré. Y me servirá de vivienda. Ahora quiero saber en qué sitio duermes: en la cocina o en el granero.

—Yo duermo en la cocina —dijo la joven—. Duermo con mis padres.

—¿Y en qué sitio está el batán?

—Nuestro batán está en el granero.

—Cuando yo vaya dormirás en el suelo, junto al batán.

—¿Y cómo podré separarme de mis padres? Ellos no querrán que duerma sola. —Simularás temer que los ladrones roben el granero. “Yo dormiré allí para cuidar”, les dirás. Y tú sola entrarás a moler en el batán; no permitirás que tus padres lo hagan. Cada vez que muelas harina, arrojarás un poco al hueco en que he de habitar. Me alimentaré únicamente de eso. No comeré otra cosa. Y para que no me vean taparás cuidadosamente el hueco con la mota de limpiar el batán.

—¿No puedes presentarte libremente ante mis padres? -preguntó, entonces, la joven. —No; no puede —contestó él—. Poco a poco iré apareciendo ante ellos.

—¿Y cómo has de habitar en ese hueco? Es muy pequeño, apenas si cabe un trozo de lana.

—Tendrás que agrandarlo por dentro.

—Bueno-dijo ella—. Tú sabrás de qué manera te acomodas allí.

—Pero tendrás que llevarme. Y me dejarás tras el muro de tu casa. En la noche me conducirás hasta el granero.

—Bien —contestó la amante.

Esa noche la moza fue sola a su casa; entró al granero furtivamente y agrandó el hueco que había junto al batán. Al día siguiente partió hacia la montaña a pastar el ganado. En el lugar de costumbre encontró a su amante. “Ya ensanché el hueco del estropajo”, le dijo. Al anochecer se dirigieron juntos a la casa de la amante. Ella dejó al mozo en el corral del ganado, tras de la casa. Y vino en la noche por él; lo llevó hasta el hueco que había junto al batán. El mozo se deslizó suavemente en el agujero. La joven decía para sí, mientras el mozo se dirigía al hueco: “¡Imposible! No podrá entrar”.



Esa misma noche la joven dijo a sus padres:

—Padre mío, madre mía: es posible que los ladrones nos roben todas las cosas que tenemos en la despensa. Desde ahora voy a dormir en el cuarto donde guardamos los alimentos.

—Anda, hija mía —asintieron los padres.

La joven llevó su cama a la despensa y la tendió en el suelo, junto al batán. La serpiente se deslizó al lecho, y los amantes durmieron juntos. Todas las noches dormían juntos, desde entonces.

Cuando había que moler en el batán la joven no permitía que otro lo hiciera; iba ella, y arrojaba puñados de harina en el hueco del estropajo. Antes de irse cerraba el hueco con el pellejo que servía para limpiar el batán. De ese modo, ni los padres, ni nadie, pudieron ver lo que había en ese agujero. Los padres no sospechaban; no se les ocurría destapar el hueco y ver su interior. Sólo cuando se dieron cuenta de que su hija estaba embarazada, se inquietaron y decidieron hablar.

—Parece que nuestra hija está encinta —dijeron—. Es necesario que le preguntemos quién es el padre.

La llamaron y la interrogaron:

—Estás embarazada. ¿Quién es el padre de tu

hijo?

Pero ella no contestó.

Entonces el padre y la madre le preguntaron a solas, ya el uno, ya la otra. Mas ella siguió enmudeciendo.

Hasta que sintió los dolores del parto, una noche y otra noche. Los padres la atendían. Y la serpiente no pudo deslizarse durante esas noches al lecho de la joven.

La serpiente ya no vivía en el hueco. Creció mucho, se hizo enorme, y ya no pudo entrar en el agujero de la pared. Succionando la sangre de la joven había engordado y estaba henchida y rojiza. Escarbó la base del batán, hizo un agujero allí, y trasladó su vivienda. Era una especie de cueva bajo el batán, un gran nido, la nueva vivienda de la serpiente. Había engordado en redondo, a lo ancho; estaba pletórica. Pero para los ojos de su amante no era culebra, era un mozo. Un mozo que engordaba reciamente.

No podían cubrir ya los amantes la cueva que escarbaron bajo el batán. Por eso la joven doblaba las mantas de su cama y las tendía unas sobre otras en base de la piedra, todas las mañanas. Así pudieron ocultar el nido de la serpiente de los ojos del padre y de la madre cuando éstos entraban al granero.

Ante el silencio irreductible de su hija, los padres decidieron averiguar, preguntaban a las gentes del ayllu:

—Nuestra hija ha aparecido embarazada de la nada. ¿No la habéis visto en algún lugar hablar con alguien? ¿Quizá en los campos donde apacentaba el ganado?

Pero todos contestaban:

—No; no hemos visto nada.

— ¿Dónde la hacéis dormir? —preguntaron algunos.

—Al principio dormía junto con nosotros, en el mismo cuarto.

Pero ahora insiste en dormir en la despensa; allí tiene su cama, en el suelo, junto al batán. Y sólo ella quiere ir a moler; no permite que nadie se acerque al batán.

—¿Y por qué causa se opone a que os acerquéis al batán? ¿Qué dice? —preguntaban.

—“No os acerquéis, padres míos, al batán; podréis ensuciar mi cama; yo sola voy a moler”, dice ella —respondieron los padres.

—¿Y por qué no quiere que os acerquéis al batán? —interrogaban.

—Ha sufrido y a los primeros dolores del parto —contestaban los padres. Entonces dijeron:

—Id donde el adivino. Pedidle que vea y averigüe. La gente común no podemos saber lo que ocurre. ¡Qué será!.

El padre y la madre fueron en busca del adivino. Llevaron un atado pequeño de coca. Pidieron que viera el caso de su hija.

—Mi hija no se siente bien; no sabemos lo que tiene —le dijeron.

El adivino preguntó:

—¿Qué le pasa a vuestra hija? ¿Qué le duele?

—Ha aparecido embarazada. No sabemos de quién. Hace tiempo que ha empezado a sufrir los dolores, noche tras noche. Y no puede dar a luz. No quiere decirnos quién es el padre —dijo la mujer.

El adivino consultó en las hojas de coca, y dijo:

—¡Algo, algo hay bajo el batán de tu casa! Y ese es el padre. Porque el padre no es gente, no es hombre.

—¿Y qué puede ser? —contestaron temerosos los ancianos—. Adivina, pues, todo; adivina bien, te lo rogamos.

Entonces el adivino siguió hablando:


—¡Allí dentro hay una serpiente! ¡No es un hombre!

—¿Y qué hemos de hacer? —preguntaron los padres.

El adivino meditó unos instantes, y volvió a hablar, dirigiéndose al padre:

—Tu hija se opondrá a que matéis a la serpiente. “¡Matadme a mí primero antes que a mi amante!”, os dirá. Envíala lejos, a cualquier lugar que esté a un día de camino. Y aun a esa orden se negará. Dile de este modo, tomando el nombre de algún pueblo: Sé que en ese pueblo hay un remedio para dar a luz. Ve, compra ese remedio y tráemelo. Me dicen que con ese remedio podrás dar a luz. Si no me obedeces esta vez, te apalearé; te golpearé hasta que mueras —le dirás. Sólo así conseguirás que vaya. Al mismo tiempo contratarás gente armada de palos, de machetes y fuertes garrotes. Luego harás que tu hija salga a cumplir tu mandato. Y cuando ella esté ya lejos, entraréis todos al granero y empujaréis el batán. Allí, debajo, hay una gran serpiente. La golpearéis hasta matarla. Cuidaos de que la culebra salte hacia vosotros, porque si salta, os matará. La degollaréis bien; abriréis una sepultura y la enterraréis.

—Bien, señor. Cumpliremos tus instrucciones —dijo el padre, y salió; su mujer le seguía.

Inmediatamente fue a buscar gente; hombres fuertes que le ayudaran a matar a la bestia. Contrató diez hombres, bien armados de garrotes y de filudos machetes.

—Mañana, cuando mi hija se haya marchado, vendréis a mi casa, caminando sin que nadie os vea —les dijo.

A la mañana siguiente ordenaron a la joven que cocinara su fiambre. La hicieron levantar temprano. Le dieron dinero, para simular el mandato, y le dijeron:

—Con este dinero comprarás el remedio para dar a luz. En Sumakka Marka, en aquel pueblo que está en la otra banda del río, encontrarás el remedio.

Pero la moza no quiso obedecer. “Yo no puedo ir —dijo—. No quiero”. Entonces los padres la amenazaron:

—Si no vas, si no traes el remedio, te mataremos a palos. Te golpearemos hasta destrozar el feto que llevas en el vientre.

Atemorizada, la joven se echó a andar.

La vieron caminar hasta que se perdió de vista. Cuando hubo desaparecido en la lejanía, los hombres contratados se dirigieron a la casa del padre. Se reunieron todos en el patio. Se repartieron su ración de coca; masticaron durante un rato, y luego entraron al granero; trasladaron al patio todas las cosas que allí había; finalmente, sacaron la cama de la mujer.

Y se armaron. Con los garrotes al hombro y empuñando los machetes entraron al granero; rodearon el batán, y esperaron. Empujaron el batán: una serpiente gruesa estaba tendida allí; tenía una gran cabeza, semejante a la de un hombre; estaba engordando. “¡Wat’ akk!”, saltó la serpiente al verse descubierta, su cuerpo pesado produjo un ruido al erguirse. Los diez hombres la golpearon y la hirieron. La dividieron en varios trozos. Su cabeza fue arrojada fuera, a la pampa. Y allí empezó a debatirse; saltaba, hervía sobre el suelo. Los hombres la seguían y la machucaban, iban donde caían y trataban de abatirla. La golpeaban desde alto; su sangre corría por los suelos, brotaba a chorros del cuerpo mutilado. Pero no podía morir

Y cuando estaban golpeando la cabeza de la serpiente, en ese momento, llegó la mujer, la amante. Al ver gente reunida en el patio, corrió al granero, hacia el batán. La piedra estaba bañada en sangre. El nido de la serpiente estaba vacío. Volvió la cabeza para mirar el patio: varios hombres golpeaban con garrotes la cabeza de su amante. Entonces lanzó un grito de muerte:

—¿Por qué, por qué destrozáis la cabeza de mi amante? ¿Por qué lo matáis? —exclamo—. ¡Este era mi marido! ¡Este era el padre de mi hijo!.

Volvió a gritar; su voz colmó la casa. Contempló la sangre y sintió espanto. Y por el esfuerzo que hizo para gritar, abortó: una multitud de pequeñas culebras se retorcieron en el suelo, cubrieron la tierra del patio, saltando y arrastrándose.

Mataron, al fin, a la gran culebra. Mataron también a las serpientes pequeñas. Las persiguieron a todas y las fueron aplastando. Luego, unos hombres cavaron un hoyo en la tierra y los otros barrieron la sangre. Barrieron la sangre de toda la casa, la juntaron cerca del hoyo, y enterraron las serpientes y el barro de sangre. Y llevaron a la joven hasta la habitación de los padres. Allí la curaron. Volvieron las cosas del granero a su lugar primitivo. Limpiaron y arreglaron la casa. Cargaron el batán hasta una cascada del río; colocaron la piedra bajo el chorro y allí la dejaron. Y cuando hubo quedado todo en orden, los padres de la joven dieron a cada hombre lo que era justo, por su trabajo. Ellos recibieron su salario y se fueron.

Más tarde, los padres preguntaron a su hija:

—¿Cómo, de qué modo pudiste vivir con una serpiente? No era hombre tu marido; era el demonio.

Sólo entonces la joven confesó su historia; hizo el relato de su primer encuentro con la serpiente. Y todo se llegó a saber, y quedó aclarado. Los padres curaron a su hija, la cuidaron y la sanaron, de su cuerpo y de su alma. Y luego, mucho después, la joven se casó con un hombre bueno. Y su vida fue feliz.

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