Navidad
Era un día de Navidad. Todos salieron para ir a la iglesia, con excepción de la abuelita y yo. Creo que nos quedamos solas en la casa. Nosotras no habíamos podido ir con los demás: una, por demasiado niña; la otra, por demasiado vieja. Y las dos nos hallábamos entristecidas por no poder escuchar las bellas canciones de Navidad, ni ver las bonitas luces con que estaría adornada la iglesia aquel día.
Como nos hallábamos solas y en el mayor silencio, la abuelita empezó una de sus narraciones:
Érase una vez, una noche fría en que el viento arreciaba levantando la vestimenta de los caminantes, cuando un hombre salió en busca de fuego. Iba de casa en casa llamando a las puertas.
–Por favor... necesito ayuda... Mi mujer acaba de recibir a un niño y no tengo fuego para calentar a la madre y al pequeñuelo.
Pero era tan tarde y la noche tan oscura, que todos dormían y nadie respondía a sus llamadas. El hombre caminaba, caminaba... Por fin divisó a lo lejos el resplandor de una fogata. Allá se dirigió apresurando el paso, y vio que la hoguera brillaba en medio del campo. En un vetusto cerco una multitud de ovejas dormía en torno del fuego y un viejo pastor guardaba el rebaño.
Cuando el hombre que buscaba el fuego llegó cerca de las ovejas. Observó tres enormes perros. A su llegada se despertaron y abrieron sus tremendas fauces, mas no se oyó ladrido alguno. El hombre vio cómo se les erizaba el pelo del lomo, cómo sus dientes agudos y blanquísimos relucían al resplandor de la hoguera, hasta que se abalanzaron sobre él. Uno quiso morderle la garganta, otro un pie y el último la mano... Pero las quijadas y los colmillos quedaron paralizados y el hombre no sufrió el menor daño.
El hombre quiso seguir avanzando pero, como las ovejas estaban tan apretadas, lomo contra lomo, no podía dar un solo paso. No tuvo más remedio que pasar encima de ellas y ni un solo animal se despertó ni hizo el menor movimiento.
Cuando el hombre se hallaba casi junto a la hoguera, el pastor se despertó. Era éste un hombre hosco, duro e irascible. Cuando veía a algún extraño, empuñaba su vara larga y puntiaguda y la arrojaba con violencia. Y esta vez también la vara silbó en el aire con dirección al hombre; pero, antes que hubiera podido tocarle, se desvió, y fue a caer lejos.
El hombre se acercó al pastor y le dijo: –Amigo, haz el favor de prestarme un poco de fuego. Mi mujer acaba de tener a un niño y necesito fuego para calentar un poquito a los dos.
El pastor quiso negárselo, pero cuando advirtió que los perros no le causaron daño alguno; que las ovejas no se asustaron y que la vara no había podido herirlo, sintió cierto temor y no se atrevió a negar al forastero lo que pedía.
–Toma todo lo que necesitas –contestó. El fuego estaba casi consumido. No quedaba sino el rescoldo. El forastero, además, no llevaba pala ni cubo para recoger las ardientes ascuas. Cuando el pastor se dio cuenta de ello, volvió a repetirle:
–Lleva todo el que necesites.
Y se regocijaba al pensar que no podría llevarse nada.
Pero el hombre se inclinó sobre la hoguera y con las manos sacó los carbones encendidos de entre las cenizas y los fue colocando en su capa. Y las ascuas no le quemaron las manos ni la capa. El hombre se las llevó con la misma facilidad que si hubieran sido nueces o manzanas.
Cuando el pastor, que era muy malo y despiadado, vio aquello empezó a asombrarse. "¿Qué noche será ésta en que los perros no muerden, las ovejas no se asustan, las lanzas no matan y el fuego no quema?", decíase a sí mismo. Y llamando al forastero, le preguntó:
–¿Qué noche es ésta? ¿A qué se debe que nada puede causar daño?
–No puedo decírtelo si tú mismo no lo ves –dijo el hombre y se dispuso a emprender su camino.
El pastor quiso averiguar lo que sucedía. Y se levantó y lo siguió hasta el lugar donde el hombre se detuvo.
El forastero no tenía ni choza ni cabaña como habitación. La mujer y el niño se hallaban en una cueva de la montaña cuyas paredes eran la dura y fría piedra. Al ver que el pobre niño podría helarse, se sintió conmovido y, no obstante su corazón duro, decidió hacer algo por él. De la bolsa que llevaba sacó una piel blanca de cordero y la entregó al forastero, diciéndole que acostase al niño sobre ella.
Y en el mismo instante que fue capaz de sentir piedad, se abrieron sus ojos, y vio lo que antes no había podido ver, y oyó lo que no le había sido dado oír.
Vio cómo se formaba un gran coro de pequeños ángeles que tañían una lira. Todos cantaban armoniosamente que aquella noche había nacido el Redentor que salvaría al mundo.
Y entonces comprendió por qué esa noche las cosas no querían causar el menor daño. Todo aquello lo veía y sentía en medio de las tinieblas y el silencio de la noche. Su corazón se llenó de tal alegría al comprender que sus ojos se habían abierto, por fin, a la verdad. Cayó de rodillas y dio gracias a Dios.