Cuento / Relato de: Los zancos de Edgar

Los zancos de Edgar

Los ojos altivos, el corazón orgulloso... son pecado. Proverbios 21:4 NVI 

De pronto, una de ellas le da un Edgar es un muchacho travieso y juguetón. Le encanta caminar con  
zancos. Todos los días anda haciéndoles bromas a las niñas. Sus vecinitas dicen que él es un niño malo; pero en el  fondo, muy dentro de la camisa, Edgar es bueno. 
Cuando Edgar camina con los zancos, él se cree el niño más importante del barrio. Mira desde arriba a las niñas y se ríe. 
–¡Qué pequeñas son ustedes! –les  dice–. Parecen tortugas cuando caminan. Yo soy como la liebre. Doy pasos grandes. 
–Tú eres un gigante orgulloso –le dicen las niñas. 
Había una vez, una liebre de patas largas y orgullosas.  Siempre se reía de la pequeña y lenta tortuga. –Yo te gano una carrera –le decía–. Tú eres muy lenta. –No te lo creas –respondía la tortuga–. Yo también puedo  caminar. 
–Pero caminas tan lento que nunca llegas a ningún lado.  Te apuesto que no puedes ganarme en una carrera. –Te apuesto que sí. 
Decidieron concursar. Fijaron cierta meta y la tortuguita  se puso a caminar. ¿Correr? ¡Ni pensarlo!  
La liebre decidió dormir un rato, ya que en unos dos o tres saltos ella llegaría a la meta. 
Se sentó contra una piedra y  se puso a roncar. La tortuguita la miró sorprendida; pero decidió seguir  
caminando. El sol brillaba en pleno cielo, el viento tomaba su siesta, y los pajaritos volaban de aquí  
para allá buscando comida. 
empujón. ¡Pobre muchacho! Se va de cabeza al suelo. Un día su tío le contó la historia de la  liebre y la tortuga. Entonces Edgar se curó un poco de su orgullo. 
–Mi querido sobrino –dijo el tío de Edgar–, como le pasó a la libre te va a pasar a ti. Ten mucho cuidado de no ponerte orgulloso. 
–Gracias, tío –contestó Edgar–. No me daba cuenta de lo que estaba haciendo. Ya no voy a molestar a las niñas.  
Y no lo hizo. Dentro de la camisa había un buen muchacho. En vez de bromear con sus vecinitas les enseñó a hacer zancos. Ahora sus amigas también caminan como «gigantes». 
Pasaron las horas. Poco a poco, el sol se fue ocultando  tras las montañas, mientras la tortuga seguía su camino  hacia la meta. Ya no le faltaba mucho para llegar. 
–Voy a ganar, voy a ganar –repetía por cada paso que  daba.  
La liebre seguía durmiendo. Ella pensaba que podía  darse ese lujo, pero... ¡esa siesta le hizo perder la apuesta  y la carrera!  
Cuando el sol se iba ocultando y el viento se había despertado, el frío de la tarde empezó a envolver a la liebre en  sus brazos.  
La liebre se despertó de mala gana. Estiró los brazos y  se limpió los ojos. 
–Ay, tanto que he dormido. Ya va ser de noche. Entonces recordó la carrera y la apuesta que le había  hecho a la tortuga. En un dos por tres se levantó y corrió  hacia la meta. Pero llegó tarde. 
Para gran sorpresa de la liebre, la tortuga ya estaba allí. ¡Le había ganado la apuesta y la carrera!  
Avergonzada, la liebre bajó la cabeza. No lo podía creer. ¡Se había dejado ganar por una lenta tortuga!

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