Las focas
–¿Sabes tú –me preguntó un día un viejo pastor de Islandia– la razón por la cual escogí criar ovejas a pesar de pertenecer a una familia de marinos? No, veo que tú no sabes nada.
Pues bien, voy a contártela: porque las focas me dan miedo. Pues sí, no te sorprendas, así es. Tú crees que las focas son como los demás animales, pero te equivocas, porque sus ancestros fueron hombres. Realmente: hombres como tú y yo. Y las hembras eran mujeres, claro está, y a menudo muy bellas.
¿Qué cómo lo sé? Porque mi padre me lo contó; y a él se lo había dicho su padre, y así hasta llegar a los tiempos en que todo el mundo vivía desnudo en los huecos de las rocas. ¿Qué pasó? ¡No tengo ni la menor ¡dea! En todo caso, parece ser que hubo unos hombres que, después de haber cometido sin duda actos bastante ruines, se echaron un día al mar para ahogarse. Pero la mar es parecida a la humanidad: únicamente se ha vuelto maligna con el paso de los siglos. En esa época se portaba bien y en vez dejar ahogar a un personal tan distinguido, lo convirtió en focas. Así fue como nació esa especie. Ni más ni menos.
Pero hay algo que tampoco sabes, y es que las focas pueden recuperar su forma humana una vez al año, en la Noche de Reyes. A la hora del crepúsculo vienen hasta la costa, se quitan la piel como cuando tú te quitas el impermeable, la dejan en la playa o la cuelgan de las rocas y quedan de nuevo convertidas en mujeres u hombres hasta que despunta el día. Sobra decirte que aprovechan la ocasión para divertirse y que generalmente pasan la noche bailando.
Ahora bien: una noche sucedió que Olaf, un muchacho de una aldea vecina, pasó por allí. Se incorporó al grupo y bailó durante horas con una muchacha muy bella, de la cual quedó enamorado.
–Quiero casarme contigo –le dijo. Mas la chica le explicó de dónde venía y le anunció que antes del alba tenía que volver a tomar su piel de foca y regresar al mar por un año. El muchacho, que estaba realmente muy prendado, se alejó del lugar para regresar a la aldea; dio un rodeo, se deslizó por entre las rocas, robó la piel de la muchacha y se la llevó a su casa para guardarla en un cofre, cuya llave escondió. Al alba, cuando todas las focas volvieron al mar, sólo quedó la jovencita, llorando porque no encontraba su piel. En cambio, encontró a Olaf, quien le dijo:
–Sólo tienes que casarte conmigo, y te juro que sabré hacerte feliz y que acabarás por olvidar tu vida marina.
¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? La joven, cuyo nombre era Helga, se casó con Olaf y le dio tres hermosos niños. Como nunca volvió a hablar de las focas, ni siquiera del mar, a Olaf no se le ocurrió que pudiera tener deseos de volver a ver a sus antiguas compañeras, así que pronto dejó de pensar en el pasado. Mas no hay nada que logre matar al instinto; el llamado de las inmensas extensiones marinas es terrible para aquéllos que han recorrido el océano.
Un día en que Olaf había salido sin llevarse la llave del cofre, encontró a su regreso a los tres niños solos, a quienes su madre había abandonado. Al ver el cofre vacío, comprendió que jamás volvería a ver a su esposa.
Los años pasaron y un día los habitantes de la costa organizaron una gran cacería de focas. Mataron centenares. Una vez concluida la carnicería, se sentaron a la mesa y celebraron durante dos días y dos noches.
Al término de la segunda noche, de pronto, en medio de la inmensa sala en donde se encontraban reunidos los comensales, apareció un gnomo de una espantosa fealdad. Se hizo silencio.
Las mujeres se desmayaron, los niños se escondieron debajo de las mesas y los hombres se pusieron más pálidos que los muertos.
El gnomo avanzó. Paticorto, balanceando los enormes hombros, gesticulaba y lanzaba resoplidos de vapor.
–Los maldigo a todos –dijo–. Las focas los ahogarán y sus cuerpos, convertidos en rocas, serán otros tantos escollos para los marinos.
Lo más extraño de todo era que ese gnomo horrible tenía una bella voz de mujer: la voz de Helga. La predicción se cumplió. Las focas les declararon una guerra despiadada a los hombres de la costa.
Ahogaron a tantos, tantos, que uno nunca podrá llegar a enumerar los arrecifes que forman, como una cadena, a algunos cables de distancia de la costa.
Y cuando el mar está picado, se oyen los gemidos de los desgraciados, a quienes las olas golpean sin descanso.
Entonces, como comprenderás, las historias de este estilo me dan miedo. Yo contemplo el mar de lejos, desde lo alto del acantilado, y me gusta mucho más pastorear a mis ovejas que cazar focas o pescar en las rompientes.