Érase
una vez un joven que tenía fama de ser el individuo más terco de la ciudad, y
una mujer que tenía fama de ser la doncella más tozuda, e inevitablemente
terminaron por enamorarse y casarse. Después de la boda, celebraron en su nuevo
hogar un gran festín que duró todo el día.
Al fin los amigos y
parientes no pudieron comer más, y uno por uno se marcharon. Los novios cayeron
agotados, y estaban preparándose para quitarse los zapatos y descansar cuando
el esposo notó que el último invitado se había olvidado de cerrar la puerta al
marcharse.
- Querida - dijo - , ¿te
molestaría levantarte para cerrar la puerta? Entra una corriente de aire.
- ¿Por qué debo cerrarla
yo? - bostezó la esposa -. Estuve de pie todo el día, y acabo de sentarme. Ciérrala
tú.
- ¡Con que sí! - rezongó
el esposo-. En cuanto tienes la sortija en el dedo, te conviertes en una
holgazana.
- ¿Cómo te atreves? -
gritó la novia -. No hace un día que estamos casados y ya me insultas y me
tratas con prepotencia. ¡Debí saber que serías uno de esos esposos!
- Vaya - gruño el esposo-.
¿Debo escuchar tus quejas eternamente?
- ¿Y yo debo escuchar
eternamente tus protestas y reproches?
Se miraron con mal ceño
durante cinco minutos. Luego la novia tuvo una idea.
- Querido - dijo -,
ninguno de ambos quiere cerrar la puerta, y ambos estamos cansados de oír la
voz del otro. Así que propongo una competencia. El que hable primero debe
levantarse a cerrar la puerta.
- Es la mejor idea que he
oído en todo el día - respondió el esposo-. Comencemos ahora.
Se pusieron cómodos, cada
cual en una silla, y se sentaron frente a frente sin decir una palabra.
Así habían pasado dos
horas, cuando un par de ladrones pasó por la calle con un carro. Vieron la
puerta abierta y entraron en la casa, donde no parecía haber nadie, y se
pusieron a robar todo aquello que podían.
Tomaron mesas y sillas,
descolgaron cuadros de las paredes, incluso enrollaron alfombras. Pero los
recién casados no hablaban ni se movían.
“No puedo creerlo - pensó
el esposo - . Se llevarán todo lo que poseemos, y ella no dice una palabra”.
“Por qué no pide ayuda - se preguntó la esposa -.
¿Piensa quedarse sentado mientras nos roban a su antojo?”
Al fin los ladrones repararon en esa
callada e inmóvil pareja y, tomando a los recién casados por figuras de cera,
los despojaron de sus joyas, relojes y billeteras. Pero ninguno de ambos dijo
una palabra.
Los ladrones se largaron
con su botín, y los recién casados permanecieron sentados toda la noche. Al
amanecer un policía pasó por la calle y, viendo la puerta abierta, se asomó
para ver si todo estaba bien. Pero no pudo obtener una respuesta de la pareja
silenciosa.
- ¡A ver! - rugió-. ¡Soy
el agente de la ley! ¡Quiénes son ustedes? ¿Esta casa les pertenece? ¿Qué
sucedió con todos los muebles?
Y al no obtener respuesta,
se dispuso a golpear al hombre en la oreja.
- ¡No se atreva! - gritó
la esposa, poniéndose en pie-. Es mi esposo, y si usted le pone un dedo encima,
tendrá que responder ante mí.
- ¡Gané! - gritó el
esposo, batiendo las palmas-. ¡Ahora ve a cerrar la puerta!