Pedrito en la Luna
Pedrito era un muchachito de 10 años. Vivía con sus padres, a los que quería mucho. Tenía una hermana, con la que se peleaba un día sí y otro también. Iba al colegio todos los días, menos el sábado y el domingo, por supuesto. No le gustaba estudiar, pasaba el tiempo jugando con los amigos en el parque o en la calle.
Pedrito era un niño bajito, a simple vista parecía dibilucho, pero tenía una salud excelente. Era muy fuerte para su edad. Tenía un secreto. Poseía el poder de trasladarse al sitio que él quería en el momento que le daba la gana.
Cuando quería hacerlo, fijaba la vista en un punto, apretaba los dientes muy fuerte y de repente se encontraba en el lejano oeste, o en las calurosas playas del Caribe, o esquiando en los Alpes, o… ¡Menuda suerte la de Pedrito!
Aquella mañana la maestra estaba hablando de los planetas. El Sol parecía una estrella interesante y calurosa. Marte invitaba a ser conocido por sus curiosos “mares”.
Venus, el lucero del atardecer… y poco a poco la profesora recordaba todos los planetas. El niño estaba ensimismado con aquellos dibujos y explicaciones.
De pronto, su vista se detuvo sobre la Luna, el acompañante de la Tierra. No lo pensó dos veces, fijó su mirada en aquella superficie redonda, apretó sus dientes y se encontró andando sobre una superficie parecida a la arena.
Llevaba puesto un extraño traje que era muy pesado. Se agachó para tocar la superficie de la luna. Cuando se volvió a incorporar cual fue su sorpresa al ver delante suyo un extraño ser.
Tenía una cabeza como la suya, dos manos, un cuerpo y dos piernas. En prin cipio no había diferencia, salvo que tenía tres dedos en lugar de cinco y el color de la piel era azul, como los pitufos.
Pedrito se asustó un poco al principio, pero luego comprendió que aquel ser era amigable. Se encontraba frente a un lu narciano. ¡Qué emoción!
El lunarciano comenzó a hablar. Al principio Pedrito no entendía nada. El lunarciano se dio cuenta de ello; por eso, cambio de idioma. Al niño le pareció que repasaba todos los idiomas del Universo hasta que por fin dio con el correcto.
Le estaba saludando y se presentaba. Su nombre era Lock. Pedrito respondió diciendo su nombre y de dónde era. El lu narciano parecía muy simpático y le invitó a conocer la Luna y su casa. Se pusieron en camino, pero a Pedrito le pesaba mu cho el traje que llevaba, así que probó lo que ocurría si se lo quitaba. Con mucho cuidado y con miedo se quitó el casco. No notó diferencia. Podía respirar con tranquilidad, con lo que decidió quitárselo y dejarlo allí para la vuelta.
El lunarciano llevó a Pedrito hacia una pequeña colina. Cuando llegaron a lo alto se detuvieron. Allí delante de sus ojos se hallaba una ciudad lunar, con sus casas, calles, coches… Todo el mundo iba y venía. Ellos se dirigieron hacia el centro de la ciudad.
El niño se quedaba asombrado viendo los escaparates de las tiendas, los coches que no tocaban el suelo al andar, la gente que parecía toda igual. Aquello estaba siendo alucinante.
Pasearon entre la gente, los coches, y las tiendas. Observaron aquellas grandes avenidas.
A Pedrito le daba la sensación que entre la vida en la Luna y en la Tierra no había mucha diferencia.
Por fin, después de dar vueltas durante un par de horas entraron en una especie de hamburguesería. El niño no entendía muy bien lo que ponía en aquellos carteles, con lo que su nuevo amigo eligió por él. Se sentaron y se dispusieron a devorar aquella excelente hamburguesa lunar.
De pronto, Pedrito oyó que alguien le llamaba por su nombre. La voz le resulta ba familiar, pero no llegaba a localizar de dónde venía.
Por fin se dio cuenta, era la voz de la señorita que le decía, “Pedrito, aterriza que estás en la Luna”. Él sonrió y se dijo para sus adentros: “por supuesto, y es genial vivir allí”.
Una vez más Pedrito había volado con su imaginación.