Una carrera inesperada
Los niños de primaria pueden ser crueles y definitivamente lo éramos con un chico llamado Damián que iba en mi grupo. “¡Miren al gordito!” Lo imitábamos y nos burlábamos de su tamaño. Tenía un sobrepeso de 30 kilos. Él experimentaba el dolor de ser el último seleccionado para jugar fútbol o baloncesto.
Un día se sentó cerca de mí, en la clase de gimnasia. Alguien lo empujó y me cayó encima lastimándose el pie. El niño que lo empujó, dijo que Damián se había tirado. Con toda la clase pendiente de mí, tenía que decidir entre ignorar el asunto o pelearme con Damián. Decidí pelear para mantener mi imagen intacta. Grité:
–Vamos Damián, pelea conmigo.
–No quiero pelear –indicó Damián.
Pero la presión de los compañeros lo obligó a participar en el pleito, a pesar de que no quería. Se acercó a mí con los puños en el aire. Con un puñetazo hice que su nariz sangrara y la clase se puso frenética. En ese momento, el maestro entró al salón. Vio que estábamos peleando y nos mandó a la pista de carrera
Después dijo algo que nos dejó impresionados. Declaró con una sonrisa: –Quiero que ustedes dos corran un kilómetro tomados de la mano.
El cuarto explotó en una carcajada. Los dos estábamos más avergonzados de lo que se puedan imaginar, pero aún así, Damián y yo fuimos a la pista y corrimos nuestro kilómetro tomados de la mano.
En algún momento en el transcurso de nuestra carrera, recuerdo haber volteado a verlo, todavía con sangre goteando de la nariz, y la velocidad disminuida por su sobrepeso.
De repente, me di cuenta de que era una persona igual a mí. Los dos volteamos a ver y comenzamos a reírnos. Con el tiempo nos convertimos en buenos amigos. Por el resto de mi vida, nunca he vuelto a alzarle la mano a otra persona.
Dando círculos en esa pista, tomados de la mano, dejé de ver a Damián como un gordo o un tonto. Era un ser humano con valores propios más allá de lo externo. Era sorprendente lo que aprendí, cuando me obligaron a ir de la mano de alguien por sólo un kilómetro.
Medard Laz