La momia
Nadie supo exactamente por qué razones abandonó don Santiago Rosales la ciudad de Lima. Vino a vivir definitivamente en la hacienda Tambo Chico en compañía de su extraña hija Luz, cuya hermosa cabellera rubia asombraba a los jóvenes de la sierra. Para las razas morenas, el rubio ha sido siempre un atributo misterioso.
Tambo Chico es una hacienda grande que incluye un río, dos montañas y una antigua fortaleza y cementerio de indios.
Según la tradición, a la caída de los Incas quedaron en los corredores subterráneos de la fortaleza las inmensas riquezas del imperio.
Desde esa época nadie se ha atrevido a acercarse al cementerio indio. Las momias de los generales indios allí enterrados se despiertan si alguien quiere penetrar en las tumbas, y las lechuzas impiden el robo con sus misteriosos silbidos.
Por eso, cuando don Santiago, ambicioso coleccionista, quiso completar su serie, ningún indio le acompañó. Sólo con gente venida de la costa pudo sacar los objetos con que los indios enterraban a sus muer tos; jarrones pintados, dioses sonrientes de grandes orejas y momias en actitud dolorosa, admirablemente conservadas.
Sacar los objetos era un imperdonable robo. Durante cuatro siglos nadie había buscado momias en la arruinada fortaleza.
Todos los objetos eran de los muertos para que al despertar en la otra vida pudieran servirse de ellos. Pero las momias... las momias eran sagradas.
Unas noches se reunieron los indios y celebraron extrañas ceremonias, pidiendo a los dioses castigo para el malvado. Pero al día siguiente, estaban otra vez don Santiago y su hija dirigiéndose a caballo hacia la excavación.
De lejos la cabellera rubia de la niña re lucía con esplendor. Los indios apartaron la vista de ella con visible inquietud.
Don Santiago no estaba satisfecho. Era una momia de mujer lo que buscaba. ¡Oh! ¡Había que excavar más lejos en otro de los subterráneos! Entonces dos indios, muy viejos, le pidieron con lágrimas en los ojos que dejara en paz a los muertos. Pero don Santiago no cedía.
Al día siguiente, en el salón de la hacienda, dos delegados indios que habían seguido al amo, vieron las momias sobre una mesa y no quisieron mirarlas de frente.
Lo prometieron todo; prometieron sus cosechas y animales si el amo ordenaba que se llevasen al sepulcro las momias de los protectores del valle. Su única respuesta fue echarlos de su casa a golpes. Dos días después volvieron los mismos indios diciendo que prometían indicar el lugar en donde estaban las famosas barras de oro. La cita fue para el día siguiente, un domingo.
El domingo muy temprano, salió de su casa don Santiago sin despertar a nadie. Bajaron los indios con el amo por uno de los corredores de la fortaleza, y trabajaron en su extremo durante dos horas, hasta que levantaron una enorme piedra. Allí comenzaba un largo corredor. En las piedras salientes de las paredes había una magnífica colección de vasos antiguos; era aquello un verdadero museo. Al llegar a la vuelta de un corredor, una luz verde iluminó la gruta.
¡Allí debía estar el tesoro! ¡Una momia de mujer estaba allí vigilando el tesoro! De repente un grito terrible se oyó en la gruta. Los indios se miraban silenciosos. Don Santiago arrancó la linterna de las manos de un indio. La cara de la momia era el retrato irónico de su hija. Estaba con las manos en cruz y su rubia cabellera sobre su pecho.
Como un loco corrió el amo por una abertura que daba al río y corrió por la orilla golpeándose contra las piedras, llamando a gritos a su hija Luz. Pero, Luz Rosales había desaparecido de Tambo Chico. Don Santiago se volvió loco.
Todos los habitantes del valle saben muy bien que esta fue la venganza de los muertos. Las momias volvieron a su primitivo lugar y todavía en las noches de luna se oyen ruidos extraños en las ruinas de la fortaleza india.
Ventura García Calderón